Me interesa saber qué pasa con “Vanitas”, la flamante novela del Premio Nacional de Arte Eugenio Dittborn. Mis razones son tan variadas como accidentales. Por un lado, nada más interesante que aquella clase de objetos que plantean a la escritura como el bonus track de otra disciplina, un saldo o efecto colateral posible o extraño. Por otro, como lector, no dejo de seguir la “novela por entregas” que Justo Pastor Mellado ha venido redactando desde hace tiempo sobre el arte local. Ahí, Dittborn es uno de los personajes principales al lado de gente como Kay, Gonzalo Díaz, Zurita, y -especie de villano ominoso tras toda trama- Nicanor Parra.
No es un mal relato: tiene la suficiente cantidad de intrigas palaciegas y traiciones y escándalos como para no aburrir jamás. Pero hay algo más ahí. Cuando pienso en la “novela” de Dittborn no puedo dejar de acordarme de Adolfo Couve y del hecho de que el destino final de sus empresas estéticas haya sido el abandono de la pintura en pos de la narrativa.
Ahí, la novela como género termina siendo un lugar al que llegar y del que no se puede salir. Un balneario en temporada baja del resto de las artes. Basta leer lo que relata el Couve final: escenarios demolidos, parodias de artistas, el litoral central como un lugar donde campean el abandono, la vulgaridad y el desperdicio. Se trata de una ficción que es un espacio de catarsis, un laboratorio donde se desahoga el fracaso y se ponen en escena los restos rotos de aquella catástrofe que Gonzalo Díaz narraba en el prólogo a las “Notas de arte” del pintor/escritor: “ardían telas de lino y bastidores hechos añico en un sitio eriazo (….) Mientras alimentaba la pira con otras telas menores de mejores épocas, repetía Couve, apoyado en una gestualidad operática, cuestiones amargas acerca de la inutilidad de la pintura y de la superioridad visual de la fotografía, el cine y la televisión”.
De ahí que me llame la atención ese abandono o ese desajuste que termina cargando de sentidos el mismo acto de relatar, porque, al final de cuentas: ¿qué diablos es una novela? ¿es algo tan dúctil como lo parece?¿Para qué sirve?. No lo sé pero me gusta esa incertidumbre. El mismo Mellado -¿un Charles Dickens paranoico a lo Phil Dick?- confiesa en alguna parte haber redactado varios textos de ese tipo, que quedaron inéditos antes de ponerse a interpretar el arte chileno como una novela lleno de cliffhangers. Para eso, Mellado cita a Juan Luis Martínez pero también –sin querer queriendo- a la idea de la ficción como el único soporte posible para descifrar el presente.
De este modo, esas tramas novelescas –la de Couve, la de Mellado, la de Martínez, la que podría haber escrito Dittborn- serían lugares blandos donde la escritura implosiona hacia una impostura inevitablemente apócrifa. Esa condición de segunda mano –se practica la novela porque no se puede hacer otra cosa- me parece inquietante pero también divertida: las señales de una perversión necesaria, de un fetichismo anacrónico, de una vanguardia que no alcanza a serlo.
En esos terrenos pantanosos se proponen ejercicios que tal vez deberían ser leídos con atención por quienes la practican empecinadamente una y otra vez. Porque ahí, en el fracaso de aquellos esfuerzos incompletos se exhiben distintas versiones de un tour de force inevitable, puertas falsas de un lugar que es necesario visitar: una comedia de equivocaciones sobre un tiempo muerto (Couve) o las anotaciones tipo Macedonio de un lector desesperado (Mellado) o, parafraseando al Dittborn de “Jack Ruby”, aquel poema sobre “Rúbrica” de Gonzalo Díaz- : “soporíferos rayos de luz extraterrestre”.