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Sí vi a Pinochet, una vez, en todo caso. En Villa Alemana, en la infame pero delirante década de los 80. Tenía como 11 o doce años, tal vez menos y estudiaba en una escuela pública. Villa Alemana es un pueblo que queda a 25 kilómetros de Valparaíso. Es cierto que ahora parece una pequeña ciudad, pero para mí siempre va a ser un pueblo. Pero ese no es el punto. El punto es que Pinochet visitó Villa Alemana y todo el pueblo paró, cambió su rutina por la visita. A los escolares nos obligaron a ir a ver al dictador. Recuerdo que mis padres me dijeron que no me metiera en huevadas, que tuviera cuidado. No sé por qué, creo, estaban en la casa ese día. El punto es que a las diez de la mañana se supendieron las clases y nos llevaron a un inmenso sitio baldío que quedaba detrás del gimnasio Luis Cruz Martínez (donde alguna vez tocaron los Prisioneros) y que colindaba, separado por un estero mínimo, con el hogar de menores de donde alguna vez había salido Miguel Angel Poblete, el vidente al que se le aparecía al Virgen. Recuerdo nítidamente el lugar: una cancha de fútbol llena de señoras de Avanzada Nacional que les regalaban carteles a los niños. Policías al por mayor. Pequeños funcionarios municipales controlándolo todo. Francotiradores apostados en los techos vecinos: las siluetas recortadas sobre el cielo de gente que no soltó nunca su rifle, preparados para cualquier cosa. Sonidos de walkie talkies. Sonidos de unos parlantes que transmitían música chilena. Sonidos de proclamas. Sonidos de un espectáculo pobre, porque la cancha nunca estuvo llena, nunca hubo más gente que profesoras obligadas a ir por contrato, que un pequeño ejército de alumnos que capeaban clases felices y que no entendían demasiado. Había polvo, esa clase de polvo pegajoso que se levanta con el sol de las doce, un polvo pesado, tierra suelta de pichanga de barrio, que se pega al cuerpo y te hace sentir sucio. No sé cuanto duró. Pinochet llegó en algún momento. Era más pequeño de lo que yo pensaba. Se bajó de un auto y se acercó caminando desde una tarima. Recuerdo que se detuvo para hablar con unos niños pequeños. La gente no estalló en el histerismo, de hecho todo lucía calmado, como una operación que va sobre ruedas. Recuerdo que estaba más o menos a cinco metros y que me pareció asombroso que todo fuera tan tranquilo, que estuviera, por decir de algún modo tan cerca de Pinochet. Era bajito o yo creo que era bajito. Encorvado. No sé si iba de civil o militar aunque tal vez eso no importara. Se veía distinto que en la televisión, más viejo, más triste, más fofo. Pero no provocaba pena, ni empatía. Uno no lo sentía cercano. Recuerdo que Bielsa, el canciller argentino, dijo en una entrevista que Bush Jr., en la cercanía irradiaba algo especial, una suerte de energía muy particular. Era la suerte de radiación del poder, creo. Pinochet no irradiaba nada, no me decía nada. Recuerdo que la visión de Pinochet duró medio minuto y que la sensación de que alguien podía dispararle y salir corriendo. Pensé eso pero duró un segundo: me acordé de los francotiradores, de los pacos, de los infinitos funcionarios. Por eso la calma de Pinochet, su seguridad, su movimiento lento por la cancha de tierra, como si no levantara polvo, como si fuera una serpiente escondida en el pasto. Eso duró unos segundos. Luego Pinochet siguió caminando, yo me junté con mis compañeros y nos dedicamos a destruir los carteles de Avanzada Nacional y a golpearnos con los palos de madera que los sostenían. Éramos unos brutos, por ese entonces. Recuerdo que esa tarde volví a la casa y almorzé. Después salí a andar en bicicleta. Pinochet se había ido del pueblo: las calles estaban sucias, los panfletos a sus favor, las challas, la sensación de que todo había terminado y que solo quedaba la basura, las soledad y el aburrimiento de la provincia.
*Fragmento de “Kung Fú”, un texto sobre Nicanor Parra, aparecido en el Especial Parra de The Clinic,