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Sunday, July 31, 2005
  computadoras tristes
Este texto salió en Picnic, el año pasado. Fue la única reseña que se escribió -creo- en algún medio chileno de "Todas las fiestas del mañana", de William Gibson. Making off: encargué el volumen en una librería de Santiago y luego salió la reseña. Después de eso, unos meses a lo más, el libro apareció en librerías al lado de "Mundo espejo" ("Pattern recognition") el último texto de Gibson, que además no es de ciencia ficción. No sé cuál me gusta más de los dos libros. No lo tengo claro. Gibson es, en todo caso, uno de los mejores novelistas de tesis o de ideas que se pueden leer estos días.

Al escritor William Gibson le pasa algo similar al viejo Radiohead, ese de “Creep”: nunca va a poder recuperarse de los efectos de su primer éxito masivo. Los de Radiohead lo saben bien. Toda esa pose de intelectuales comprometidos y la mejor –o más efectiva- canción que hicieron era aquella sobre un idiota que no puede conquistar a una chica. Gibson, por su parte, publicó en 1983 la novela “Neuromante”, que cambió la ciencia ficción y creó una subcultura, la de los hackers, héroes underground que podían destruir, salvar o liberar al mundo con las manos metidas en la masa del mundo virtual. Así, Gibson se dedicó los veinte años siguientes a observar cómo su novela (una imprescindible cazuela de Phil Dick, hard boiled y cultura pop) terminaba influyendo en la cultura occidental que se volvía “cyberpunk”, un virus literario que infectaba la desde la literatura hasta la música, desde Bono hasta esa inquietante peliculita llamada “The Matrix”.

Es lo mejor que le puede pasar a un escritor. O lo peor. Gibson nunca pudo recuperarse –literariamente- del impacto de su primer opus: mientras se convertía en profeta de lo virtual, se interpretaba a sí mismo en cameos freak y coqueteaba con Hollywood, su obra posterior adquiría espesor, ideas, consecuencia y crecía, para dejar de ser un escritor de ci/fi y ser un escritor a secas.

Y parece que lo logró. Sus últimas tres novelas, una saga que comienza con “Luz virtual”, sigue con “Idoru” y termina con “Todas las fiestas del mañana” es un ejemplo de los modos en que un autor supera todos los clichés que se ha inventado: Gibson dejó el pulp policial y lo cambió por la arquitectura moderna, saltó de las subculturas underground a los ídolos globales y se metió con la Historia, así con mayúscula.

“Todas las fiestas del mañana” cierra un ciclo. Es el futuro, pero parece el presente: en el marco de una guerra crónica de corporaciones que parecen estados, un millonario hedonista quiere cambiar el curso del mundo. Todo se va a decidir de un momento a otro y el lugar está fijado: el puente de San Francisco, una especie de comuna autónoma construida con escombros de lo que la ciudad bota. Es la economía del residuo, el lugar –simbólico, real.- donde van a parar los pobres y los perdedores, la cultura de todos aquellos que no tienen nada y que la tecnología global ha apartado de cualquier asomo de poder.

En ese escenario, Gibson urde una trama con héroes quebrados (un vidente tecnológico desfalleciente, un asesino zen, un niño autista, un ex policía no demasiado inteligente, un par de músicos de blues) que deben, a su pesar, esperar el fin del mundo y el comienzo de uno nuevo.

“Todas las fiestas del mañana” habla así de cómo conservar los afectos en medio de la fugacidad de la tecnología que los narra: es la resaca, los despojos del amor que la canción de Velvet Underground (Gibson adora a Lou Reed y Laurie Anderson) citada en el título, que aparecen acá como la banda sonora de una serie de historias mínimas entrelazadas sobre personajes que apenas se comprenden a sí mismos. No hay clímax. El fin de la historia es apenas un sollozo antes que un estallido. Es una marca de estilo del autor: la vida virtual no provoca placer, ni dota de poder, apenas sugiere la melancolía de un lugar imposible que visitamos –es tal la gracia de la literatura- como si fuera algo cercano, un desastre o la sutil epifanía de una canción pop apenas a la vuelta de la esquina.


 
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