comelibros
Saturday, October 08, 2005
  flashbacks

Informaciones de última hora y lecturas discontinuas para el fin de semana largo : mientras coddou saca cuentas -muy alegres, por cierto y felicitaciones-, ortega recuerda a Mulder & Scully -la serie, no la perfecta e irritante canción de Catatonia-; e hidalgo -con estilo- odia.
 
  Comelibros: Lolita 50

Deberíamos hacerle una manda o vudú -o alguna fastuosa fiesta en el palacio de la memoria- al espectro de Graham Greene: el tipo que recomienda “Lolita” de Vladimir Nabokov, al gran público en el Sunday Times de fines de 1958 mientras les desea Feliz Navidad a todos los lectores con ese gesto. 48 años después, “Lolita” cumple 50 y es una candidata segura a la “gran novela americana” de todos los tiempos. Y fue escrita por un ruso. Y es decadente y degenarada y subraya la idea –que no hay que olvidar- que el arte no tiene nada que ver con la moral. Y mientras hace todo eso huele a esa revancha pura que sólo es posible en la mirada del extranjero: su descripción del paisaje americano es el reverso de la mirada beatnik, de esos ojos de recién nacido de Kerouac & Cía.

Porque la vista de Vladimir Nabokov está cansada. Agotada del horror, de presenciar no una sino que dos veces la tormenta de la historia. De ahí que Humbert Humbert, europeo y pederasta sea un monstruo cansado. Su cinismo es una forma de melancolía, un método elíptico de la nostalgia, del luto. Una máscara de cartón piedra que aspira –y no puede, no podrá nunca- vengarse del la muerte y del tiempo.

Y eso se extiende sobre el paisaje narrado: los Estados Unidos. “Nada más estimulante que la vulgaridad filistea”, anotaba Nabokov en algún epílogo. Puede ser: “Lolita” anticipa las carreteras secundarias de Sam Shepard, las canchas de tenis de Foster Wallace, las piscinas de Cheever. “Lolita”, en cierto modo, podría estar ilustrada por Edward Hopper: siluetas de gente estática y sin destino, cafeterías solitarias, bombas de bencina abandonadas, momentos muertos, lugares “donde siempre sopla el viento y brillan las estrellas y hay coches, y bares y todo está corrompido, envilecido y estancado”. Y sí, Nabokov es un verdadero escritor maldito: lenguaje transcontinental, indecencia asegurada, elegante e imprescindible frivolidad.

Por otro lado, cada vez creo más que el tema central del libro es la patria: Lolita como la nación de Humbert, la escritura como la de Nabokov. Y por alguna razón –memoria emotiva pop, supongo- me recuerda a una horrible película de Travolta, donde a un par de americanos son soltados en un pueblo ruso montado por unos tipos de la KGB para crear infiltrados perfectos. “Lolita” es algo parecido, una versión mucho más épica y trascendente de lo mismo. Nabokov como un doble, un triple agente secreto: la representación de ciertos modelos, ciertas formas de domar al idioma inglés. Nada más riesgoso que eso. Porque se escribe para poseer el lenguaje, para convertirlo en una país propio. Un modo de afinar detalles, de volver más nítida la visión, que crece hasta devorar el paisaje.

Así, “Lolita” en sus bodas de oro – o las de Nabokov con los lectores- parece una novela fantástica sobre los espectros que habitan la celda de Humbert Humbert. O una casa encantada, un parque de atracciones abandonado y a la deriva. Una Disneylandia sin visitantes, en ruinas, con inmensas arquitecturas e ingenierías puestas al servicio de la nada. A veces, tal vez, alguien pone a andar las máquinas para que otro –el lector- las observe. Pero es una fantasmagoría. No pasa nada. “Lolita” es una ilusión: el recuerdo de un tiempo que ni fue, de un amor perverso y roto, de un lugar imposible y falso. Humbert es el pobre tipo subido, cómo no, a una montaña rusa en llamas. Nabokov, el anfitrión adorable que a solas se escarba la nariz y hace muecas monstruosas, que ríe y muestra los dientes en la oscuridad.

Revista de Libros, 7 de octubre del 2005.
 
Thursday, October 06, 2005
  short cuts: Galactus

Lo que pasó: se encerró en el bunker un sábado por la noche a leer una pila de cómics donde aparecía Galactus. Era fan de Jack Kirby por esos días y un tipo obeso y de espinillas le cambió veintisiete revistas de Galactus por una polera de Ozu en Mars Square que le había regalado su madre. Le interesaba Galactus por esos días. Le gustaba la historia de este dios cósmico de un hambre insaciable que va por el universo con el estómago vacío y un temple melancólico. Tenía 14 años y eso le interesaba, aparte de andar en skate y escuchar los discos de Ozu: esa suerte de saudade espacial de Galactus. Por eso el cambio le pareció justo. En la polera salía Ozu parodiando al Ziggy de Bowie y montado arriba de un dinosaurio hecho de tecnología digital. No era su polera preferida. Pero me desvío. Lo que pasó es que se encerró en el bunker que había en el jardín de su casa –su madre lo desterró ahí cuando le descubrió una polera con pequeños agujeros causados por la marihuana- y que su abuelo construyó en los 60, urgido por la paranoia provocada por la crisis de los misiles en Cuba. Estuvo ahí desde el sábado hasta el lunes. Tenía un pequeño refrigerados lleno de leche y salchichas y leche y cereales. Leyó todas esas revistas. Escuchó la música de Ozu: un disco pirateado que le habían pasado un par de satanistas de Hill Valley donde Ozu hablaba de muñecas rotas que cobraban vida y perros que brillaban en la oscuridad. Repitió el disco diez, quince veces. Se durmió y tuvo pesadillas con Galactus y su heraldo, el Silver Surfer. Había discutido de la tristeza cósmica con el tipo obeso y de espinillas, que había opinado que el Silver Surfer era aún más triste que Galactus. Él, en cambio, pensaba que Galactus era el más triste porque poseía una modalidad infinita de soledad que duraba eones. No pudieron ponerse de acuerdo y él volvió al bunker y se encerró a leer los cómics. Nadie lo llamó durante el domingo ni tuvo noticias de sus padres, que posiblemente habían asistido a una tarde de reflexión espiritual para parejas a cargo de ese sacerdote samoano que miraba por debajo de las faldas de las niñas y contabilizaba la cantidad de vino que había multiplicado Jesús. Bien por ellos, pensó durante el domingo, en el momento enésimo en que Ozu hablaba de la melancolía de los habitantes de un rascacielos que no sabe que en esa mañana –la mañana sobre la que canta Ozu, la mañana de una canción que se llama precisamente “Morning Glory”- un avión teledirigido se estrellará contra ellos. Bien por ellos, pensó y luego se olvidó y siguió leyendo a Jack Kirby y su Galactus. A la mañana siguiente despertó, tomó su tabla de skate y subió por la escalera iluminado por una luz roja. Se encontró con un día nublado y con el hecho de que el mundo, tal y como lo conocía, se había acabado. Avanzó por el jardín y entró en su casa. Todo estaba revuelto por el piso. Sus padres no estaban. Caminó a la calle. Miró el horizonte, una ciudad que se extendía más allá de los suburbios: inmensas columnas de humo se elevaban de distintos puntos, una tormenta eléctrica azotaba el cielo, luces extrañas se veían sobre el mar. No supo qué hacer. Pensó en los comics de Galactus cuidadosamente apilados en el bunker y en alguna melodía de Ozu. Luego sonrió y sin apuro –el tiempo no es nada que apremie en un momento apocalíptico- se subió a la tabla y se deslizó por la colina rumbo a la ciudad y sus incendios.

 
Sunday, October 02, 2005
  dos de cine: cinema pompeya & película violenta

Uno: Cinema Pompeya

Recuerdas las malas cintas de la infancia. Recuerdas el cine Pompeya de Villa Alemana, el Velarde, el Metro de Valparaíso. El cine como espectáculo. El cine como rito profano. Ir al cine como quien va a la iglesia porque, ahora, que lo piensas, siempre fuiste más al cine que a la iglesia. Las parroquias todavía te provocan un poco de pavor, un poco de miedo, un poco de histeria. Efectos de un colegio católico que en realidad son las secuelas de una enfermedad sin nombre, una fobia mínima y algo idiota. Pero el cine no. En Villa Alemana se iba al cine los domingos, en la matineé o en la vermouth: programas dobles continuados urdidos quizás por qué empresario psicópata. Viste malas películas ahí: “Harry y los Henderson”, “King Kong II”, “El terror llama a su puerta”, “Las nieves del Kilimanjaro” que no era una de Hemingway sino la historia de un pueblo aterrorizado por una grupo de mandriles asesinos. Viste todos los dos “Cocodrilo Dundee”. Viste a Eddie Murphy y Emilio Estévez y Tom Cruise en Top Gun. Viste comedias italianas, comedias pícaras, cintas con Gloria Guida, Ursula Andress, Edwich Fenech. Viste películas que no deberías haber visto: “La mosca” de Cronenberg a los 11 o 12 años, “Corazón salvaje” a los 15. Te dejaban entrar. Dejaban a todos entrar a ver todo. Era un cine horrible, el Pompeya. Se caía a pedazos. Los gatos perseguían a los ratones entre las butacas. Las pulgas te comían vivo. Olía a encierro y a insecticida. Pasaban murciélagos por la pantalla mientras proyectaban las películas. El sonido era horrible, impresentable. Como una canción de noise, pero en esa época tú no escuchabas noise, no sabías lo que era. Simplemente veías televisión todos los días, casi todas las horas. O leías historietas. Y el domingo, si podías ibas al cine. Te encerrabas ahí la tarde entera y después volvías a casa, a las 8 o 9 o 10 de la noche cansado, agotado por las imágenes, pensando en Predator o asombrado por las habilidades de héroe de Bruce Willis en “Duro de matar”: las explosiones y los cristales rotos, el edificio en llamas, la acción perfecta, indetenible, inevitable, entretención directo a la vena durante casi una década, entretención dominical, entretención de pueblo. Nunca más la volviste a sentir. Ni en un Hoyts, ni el Cine Arte de Viña, ni en ningún otro lugar. Porque ese cine de pueblo era lo más parecido a una catedral que jamás conociste, lo más parecido a una ceremonia que te daba paz, seguridad, redención, una historia que podía ser tu propia mitología y una fe, una fe del demonio, una fe menor, burda o chabacana u olvidable, pero tuya, al fin y al cabo de la que aferrarte en las horas muertas de la provincia.

Dos: Una película violenta

Una película: Una película: un matón cuida a la esposa del jefe. Son los años cincuenta, Las Vegas o Long Island. O Jersey. Da lo mismo. El jefe va y viene, hace negocios, manda a matar gente, juega en el casino y, por supuesto, siempre gana. La esposa permanece en casa. A veces habla con el matón. Se conocen desde el tiempo en que ella era corista y él un simple soldado de la familia. Pasa lo que no tiene que pasar. Lo irremediable. Comienzan a salir juntos. Se enamoran aunque el amor es una definición escurridiza, poco útil para describir lo que les sucede. Intentan ser discretos pero cometen errores. Alguien se entera. Una mucama o un gangster de menor pelaje. El jefe se da cuenta de que es un cornudo. En medio de una fiesta asesina a su mujer. El matón escapa. Termina la primera parte de la película.

La segunda parte es la que nos interesa. Un hombre acosado que escapa por una ciudad donde está proscrito. Debe superarse a sí mismo respecto a su propia violencia, estar a la altura de las cirscunstancias. Salvarse. La persecución dura dos horas y media de una película de tres. En ese lapso el matón deja de ser un matón y pasa a ser un héroe: ametralla enemigos, asalta garitos clandestinos, es acuchillado y sobrevive, es estrangulado y sobrevive, es apaleado y sobrevive. Dentro suyo aparece algo parecido a un sed de venganza. Lentamente toma conciencia de sí: comienza a contraatacar. Mata al hermano del jefe –un sádico que viola prostitutas-, coloca una bomba en un casino, desmantela a golpes varios autos de lujo. La policía no hace nada. Al ex-matón, ahora un héroe, los recuerdos de la mujer lo acosan, siente su vacío, la extraña, considera su propia violencia como algo epifánico, religioso. Todo dura tres noches. Un fin de semana. En la mañana de domingo, en un pequeño momento de tregua se confiesa con una monja, en algo así como una vieja concesión a su infancia católica. La monja escucha y llora. Después de la confesión él queda mudo. No le volveremos a ver hablar el resto del filme. Solo podremos comprender su interior por medio de su rictus torcido, cruzado de cicatrices que parecen un alfabeto secreto que nunca entenderemos del todo.

El resto de la cinta es un mero trámite: un descenso a los infiernos acompañado de coros angelicales. El ex-matón entra en el hotel del jefe, asesina a una decena de guardias y luego elimina, en medio de un casino vacío a su ex jefe. La venganza está resuelta. Sale del hotel manchado en sangre ajena o propia, toma un Cadillac rojo y abandona la ciudad. La últimas imágenes son paralelas: el matón lanzado a un carretera y al futuro y los fotogramas fijos de sus víctimas recientes, pequeñas esculturas donde ahora se posa la muerte, invisible por las luces brillantes de colores que siguen en marcha, como si nada hubiera pasado, como si el tiempo y la vida no hubiesen terminado, cancelado, ido a negro y con música de fondo (alguna canción de Tetsuo o Gutric o Independence Day o los Burning Lamas o The Hunger) y créditos.

 
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