comelibros
Friday, November 04, 2005
  comelibros: portadas


El tema de esta semana son las portadas. ¿Qué efectos consiguen en el lector? Me hubiera gustado hablar de la carátula de Warhol para Velvet Underground lo que ha hecho tipo como Tim Bradstreet (que ilustra esta entrada con una portada para algún "Hellblazer" de Mike Carey) ) o Dave McKean en el ámbito de la historieta, pero el tema son los libros: las carátulas de los libros. El paratexto, si nos ponemos algo teóricos. La columna indaga sobre esos aspectos pero deja –por espacio- una larga lista de elementos fuera. Pienso, por ejemplo, en mis portadas preferidas: “La nueva novela” de Juan Luis Martínez, ese extraño mapa de Tejeda para “La secreta guerra santa de Santiago de Chile” y ese horrible e invariable diseño en rojo para la edición yanqui de “El cazador oculto” y si nos ponemos nostálgicos, el minimalismo elegante de Nascimento para los libros de González Vera. Bien, esas son las mías. Ahora quiero las suyas.

El sujeto se llama Fabio, es italiano, musculoso y se hizo famoso por ser el modelo de la portada varios cientos de novelas románticas. En ellas luce alternativamente como pirata, Conan el bárbaro o un renegado sudista. Fantasía lúbrica de una legión de mujeres, Fabio les importa más que las ficciones de los libros donde él posa. Estrella del universo de la cultura basura contemporánea, Fabio mereció incluso un especial del canal E! donde fue posible enterarse –no sin algo de pavor- que incluso escribió algunas ficciones y que el punto más dramático de su carrera de accesorio literario fue el momento que una gaviota se le estrelló en la cara mientras subía y bajaba por una montaña rusa. Así, su historia es estúpida pero ilustra el poder que pueden llegar tener alguno de uno de esos volúmenes: algunas mujeres se desmayaban, estallaban en llantos y gritos al ver a Fabio.

Un poder, por cierto, no despreciable. En nuestro caso, se podría contar la historia de la literatura chilena a través de esas imágenes: un camino que lleva desde las remotas ilustraciones expresionistas para Manuel Rojas en Zig- Zag, pasando por los tonos rojos o naranjas de Quimantú y más tarde por ese horror sin estilo de los 80 sintetizado en aquel diseño concha de vino de la colección que repartía Ercilla; todo hasta llegar a esas fotos granuladas de Los Andes y los cuadros express de Guillermo Tejeda para el primer momento de Biblioteca del Sur de Planeta, con ese look hecho de pony tail y flamante socialismo renovado. Por supuesto, en esta historia no hay ningún Fabio. Nadie se demayó, que yo sepa, al ver ninguna portada.

Pero el ejercicio vale para el presente también. Más que las polémicas de la prensa, basta ver las cubiertas de los libros para saber de qué va cada editorial. A la rápida: Planeta lucha por medio de rojos y colores fuertes; Sudamericana le apuesta al gris, al pastel y lo clásico; LOM hace usos brillantes o impresentables del photoshop; Alfaguara usa todos los anteriores y no se decide por ninguno. La mejor del momento: la de “La era ochentera”, que es tan kistch que llega a dar gusto. Cada diseño de carátula señala estéticas, políticas, modo de entender el negocio de los libros. Delata ambiciones, golpes de efecto, precariedades. Lo raro es ahí, pese a la pelea por el público todo es normal. Nadie se excede. Nada parecido al cartón y la témpera de Eloísa Cartonera, o aquel perro defecando que era logo de Economía de Guerra, el sello de Marcelo Mellado.

Estas portadas no sólo presentan al libro también diagnostican la relación de su imaginario con el presente. Y no demuestran mucha imaginación, salvo honrosas excepciones. A principios de los 90, Planeta Biblioteca del Sur logró una colección de imágenes tan potente como inolvidable: “Vaca sagrada”, “Mala onda” y “Gente al acecho” tenían carátulas efectivas a tal punto que lograban modular los contenidos del libro entero. No sé si ahora la sintonía entre diseño, mercado y literatura sea tan fina. A lo más, parece que estos días se hubiera desatado una guerra para ver qué libro luce más estridente. “Enchula tu libro” parece ser la consigna: demasiados colores eléctricos capaces de, en una de esas, cegar al lector. Pero ni pasa de ahí, a lo más cumplen. ¿Qué falta entonces?. Faltan demonios, monstruos, grabados antiguos, citas a Coré, Norman Rockwell y Warhol, falta fetichismo bibliófilo, erotismo que linde con la pornografía, imágenes paganas, golpes de genio, riesgo y, por supuesto, toneladas de ironía.

Revista de Libros, El Mercurio, 4 de noviembre del 2005

 
  recuerdo de san antonio

Fuimos con Carla a la Feria del Libro Usado de San Antonio semanas atrás. Los pormenores los conté aquí. Esta semana me escribió Marcelo Mellado –el hombre detrás del asunto- y me contó que había terminado todo a combos entre unos candidatos el último día, cosa que me parece que es la forma correcta en que debe terminar cualquier evento. Respecto a la foto que preside este blog: la saqué ese día y creo que es una de las imágenes más extrañas o tristes o bizarras que he visto el último tiempo. No podía irme de San Antonio sin ella.

 
Thursday, November 03, 2005
  puente suicida

Lo encontré en la página de Warren Ellis. Una estadística detallada de los suicidios en el Golden Gate. Increíble. El gráfico es acojonante. Podríamos hacer uno con el Mapocho o la Piedra Feliz.
 
Monday, October 31, 2005
  Zalo Reyes por Cristián Huneeus

Escribí un libro de crónicas que debería aparecer en enero. En uno de los textos el protagonista es Zalo Reyes, héroe pop local. Hace un rato, leyendo “Artículos de prensa” del fallecido Cristián Huneeus encontré este pequeño texto. Sincronía. Lo transcribo completo porque se me antoja inevitable y porque vale recordar a Huneeus que era poseedor de una lucidez imposible en estos días confusos. En el texto se nota, tiene un no sé qué que logra algo perfecto: mezcla la mirada del fan, la polaroid local y uno que otro toque excéntrico que lo vuelve entrañable. Ojo con el fragmento destacado en negrita.

ZALO EN “EL PARRUNGUE”

Por Cristián Huneeus

Por tercer año consecutivo el Restaurante Parrungue, ubicado entre Maitencillo y Puchuncaví, por el camino de la costa, inicia la temporada de verano. Esta vez lo patrocina Tony Cussen, uno de los socios antiguos, y Celia, su mujer californiana. Abren los viernes y sábados en la noche. Celia, sonriente, algo nerviosa, atiende la caja, y Tony se instala detrás de la barra con un sombrero de pita, el “sombrero de la buena suerte”, a saludar a los conocidos y observar, entre asombrado y pensativo, a los veraneantes que llegan en grandes grupos, cruzan con aire de andar perdidos por el hall de la entrada, y vienen a relajarse una vez que se ubican en las mesas del vasto patio abierto a las estrellas. Es un espacio limpio y sereno, rodeado de corredores blancos, con un molle -me parece que es un molle- cerca del escenario para la actuación de los artistas. Tal vez sea un espacio demasiado sereno, especialmente en las noches de luna, cuando aparece el paisaje de cerros y los tonos oscuros de los árboles resaltan contra la claridad de los amarillos y la naturaleza se deja, discretamente, ordenar por las rectas horizontales del patio. Es un espacio para disfrutes refinados. Quizá para jugar un ajedrez con piezas gigantes. Para el ocio total. Para escuchar música de cámara. O para ahondar y matizar afinidades en una relación de amor.

El viernes 6 (y el sábado 7) ese espacio lo ocupó Zalo Reyes. Con su desplante, su instinto y su simpatía, Zalo puede, sin mayor dilema, ocupar cualquier espacio que se le proponga. No le faltan codos. Hace poco, declaró: “Me critican que ande en un Mercedes Benz. ¿Y saben Uds. por qué ando en un Mercedes? Porque me lo merezco”.

El año pasado me tocó verlo en el Festival de Viña. Un grupo de amigos hicimos viaje especial desde Zapallar. Nos hizo la noche. Le encontré un tal dominio de masa, y tales bríos para contagiarle su alegría de ser quien es y estar ahí, que me pareció -fuera de que se le parece físicamente- lo más parecido a Perón que hemos tenido en América Latina desde el propio Perón.

Zalo en el Panungue sacó al público de la distracción y el desvarío a que habrían podido inducirlo las características del lugar. Y eso que Zalo, que nunca ha sido autocrítico, se repitió hasta donde quiso. Una vez que hubo terminado su show, todo el mundo emprendió la retirada. Y el lugar volvió a caer bajo el efecto de las colinas que en silencio lo envuelven.

La Razón” vocero de la provincia de Petmca, 21 de enero de 1984

 
  old wave

Marisol García se interrogaba hoy día por el hastío de la era ochentera como código cultural. Escribí esto para The Clinic hace dos años atrás cuando aún la era ochentera no explotaba al punto de merecer una investigación exhaustiva como la de Macarena García & Oscar Contardo. Aún era algo más o menos secreto. Yo, en esa época, estaba interesado en las coincidencias desatadas por la republicación de unos cuantos libros de poesía canónicos y ciertas sonoridades en boga en las radios para el adulto contemporáneo. Mezclé ambas cosas y salió esto. La historia, por supuesto, me superó. Los 80 se desataron y devoraron todo. Hay música que ya no soporto. Los Depeche Mode del Violator, por ejemplo. Comparto del hastío de Marisol. Sobredosis, supongo.


Old wave

Stephen King tiene un cuento que se llama “A veces vuelven”, del que solo recuerdo el título y la anécdota de fondo: unos cuantos fantasmas adolescentes-psicópatas que vienen de ultratumba para torturar al protagonista. Creo que hay un ritual de magia o un pacto con el diablo y da lo mismo. Lo que importa es el título y el concepto, que se aplica como anillo al dedo a nuestra última y más flamante moda: el revival de los 80. Así que allá vamos. A veces vuelven y son fantasmas o códigos pop. Vuelven Diego Maquieira y Duran Duran: artistas idénticos que capitalizan su éxito pasado y viven de una autonecrofilia, demostrando –con respirador artificial, como Maquieira; con cirugías que tapan el sobrepeso, como Simon LeBon- que siguen vivos y su legado es simplemente ser ellos mismos. Vuelven los Pet Shop Boys y Enrique Lihn, con más y mejor dignidad que los anteriores: la suburbia y el centro, con el lenguaje de la gente. Vuelven New Order y Rodrigo Lira: el legado y las secuelas de ciertos héroes terminales, la poética de los suicidas –Ian Curtis, el mismo Lira- sobreviviendo por el mito colectivo, envasadas en flamantes box, mutadas en éxitos disco y libros patrimoniales. Vuelven Los Prisioneros (una vuelta innecesaria que parece teleserie), vuelve Juan Luis Martínez (más un novelista de misterio que un poeta), vuelve Electrodomésticos, Pablo Oyarzún edita un libro con sus grandes hits críticos, G.I.T. hace recitales junto con Valija Diplomática y UPA anda por ahí como el Noreste: gente que se cree su propia publicidad de vanguardistas.

¿Pero qué tiene la década de los 80 que nos obnubila tanto? ¿Por qué vuelve ahora?. Lo saben Britney Spears y Arturo Fontaine Talavera: la nostalgia vende. Es un sistema de referencias y una peste cultural: siempre miramos hacia 20 años atrás. En los 90 estuvo Tarantino y la época disco. Ahora tenemos a Madonna y los Smiths. La razón: lo necesitamos, es el pasado feliz que queremos inventarnos. Es cult y cool. Es la mecánica del pop donde se le aplica a la memoria cultural una máscara facial. Se le limpia para volverla menos molesta y más descifrable. Sin impurezas. Es la máquina de la chilenidad, el virus del bicentenario que se acerca: queremos hacer de todo patrimonio. Cero residuos tóxicos. Puros envases nuevos: volvemos santos a los pecadores y víctimas a los asesinos. Buenos libros a los malos. Lloramos con singles que hace quince años nos daban asco.

Puede ser: es la manera en que se construyen los nuevos clásicos y se re-narra el pasado como nos convenga. Nos creamos una década alegre, un jardín infantil con el que jugar. Blanqueado. Perfecto. Así, olvidamos lo obvio, los 80 fueron la década dispersa por excelencia: un territorio lleno de acumulaciones y sampleos, una construcción –literaria, cultural- mutante, llena de contradicciones y sinsentidos. Recordar la dictadura es recordar un puñado de peinados raros y de música horrible pero también unos cuantos buenos textos borderline, de resistencia: Lihn publicaba poesía en pasquines y revistas de comics; Lira iba a “Cuanto vale el show” para suicidarse como un romano meses después; Juan Luis Martínez inventaba las vanguardias en la provincia. Pero no queremos ver eso. Ahora todos vuelven en ediciones masivas y bien hechas y perdemos de vista la suciedad, la calle y el silencio. Y no nos importa esa diferencia.

Es literatura y música, pero también es vida. Discursos perdidos, estáticas culturales, heroísmos banales que no podemos ver porque la nostalgia nos obliga a comprar ficciones literarias y adquirir soundtracks para recordar más claro y recordar mejor. En colores. La old wave es pura memoria emotiva. Y se le lee, se le escucha bonito. Tiene mística a pesar de obviar que los 80 fueron un imperio de lo banal, de la afasia: su poesía recogió los quiebres, los renuncios, la lingüística del horror o la estupidez. La buena música supo hacer collage de sus partes, trizarlos para resistir y darles un sentido nuevo. El mejor Maquieira, el mejor Lihn actuaban tal y como los primeros singles de Electrodomésticos: pedazos de puzzles diversos unidos a la fuerza para acabar significando algo, lo que fuera, pero que al final terminaba conmoviendo al público.

Ahora todo vuelve. Todo es moda. Es como en el texto de Stephen King pero distinto a la vez. Son fantasmas pero carecen de terror, son incapaces de hacer daño. Es el efecto especial de la nostalgia, de la película con happy end que el presente nos cuenta sobre el pasado. Un racconto donde perdemos de vista la ironía y el daño, el miedo, la violencia de lo cotidiano y ganamos simplemente un puñado de palabras que se nos aparecen vacías. Una canción que se baila en la disco indie de moda –chicas disfrazadas de Madonna, clones de Morrisey, darkies mapuches con el pelo a lo Robert Smith-, la música de esa adolescencia idílica que este país jamás tuvo, un pasado lejano, feliz e inexistente, que nos apresuramos a recordar.

The Clinic, 2003

 
pop & ficción, notas al azar, work in progress y crónicas inmediatas by bisama

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