comelibros
Friday, July 29, 2005
  teoría del blog


Noticia: en este mismo instante acabo de inaugurar un blog. Se llama elcomelibros.blogspot.com, un nombre que homenajea esta columna, pero que contiene - obvio- más cosas. Así que, en el momento en que leas esta columna el blog va a tener cuatro o cinco días y, por supuesto, no tengo idea de para qué va a servir o si lo van a leer. Da lo mismo, porque el ejercicio vale, ya que en los blogs está la literatura del futuro o, mejor dicho, del presente: páginas web creadas por los usuarios para poner en línea lo que se les venga en gana. No hay ninguna novedad en eso, obvio. La red es acaso un ejercicio de exhibicionismo o un sistema regulado de disfraz literario. Te muestras ahí como lo deseas o mejor dicho como no deseas que te vean. Mundo espejo, de William Gibson, se refiere a eso. Mientras la protagonista se sumerge en una confusa intriga que mezcla espionaje, pop y fashion, también se somete - en la búsqueda de la autora de una película fragmentada que circula on line- a diversas identidades que se funden. Nunca sabe muy bien con quién habla. La escritura de los otros es su rostro. Sus peculiares caligrafías digitales, esos estilos sincopados que desprecian toda ortografía o gramática, son su ego. De ahí al blog, que es como un sitio web, pero peor o mejor. Peor, porque es más artesanal, menos espectacular, más carnaza. Mejor, porque esas mismas fallas son su estilo. El blog es el ejército de un solo hombre, su arsenal individual. En un blog uno se convierte automáticamente en un escritor y ordena su material como si confeccionara un libro que se puede corregir una y otra vez, que crece y cambia todos los días. Repito: no estoy diciendo nada nuevo con esto. Los chicos y chicas que hacen fan fiction lo saben hace tiempo. Pero hay que tomar a los blogs en serio. Si no se cree, basta leer los blogs de Guillermo Fadanelli (fadanelli.blogspot.com), Iván Thays (sinplumas.blogspot.com) o Daniel Link (linkillo.blogspot.com). De los tres, el más grande, multiforme y diverso, es el de Link. Link - que merodea desde la teoría a la ficción, pasando por el periodismo cultural- integra su universo completo aquí. En él lo que aparece disperso se unifica, adquiere coherencia. Desde fotos de viejos cuadernos de notas hasta comentarios de discos o reseñas literarias o links hacia sus lecturas preferidas. Todo vale. Todo entra en un blog, porque los blogs son talleres literarios inmediatos, servicios de correo, mecanismos de defensa. Los anticuerpos de los lectores contra la ficción institucionalizada. Y Link lo sabe bien. Su blog es un ejercicio y un ejemplo donde, de paso, se traza una poética apresurada que lo define transitoriamente. Anota Link: "En mi caso, es como si me preguntaran por qué escribo, por qué empecé a escribir (...) hago del blog una central de operaciones, un motor de escritura (...) Experimento, investigo, curioseo. Como les pasa siempre a quienes escriben diarios, mientras tanto me transformo (...) Lo que no es adecuado hacer público en una clase o no cabe en un libro... pues bien: aquí está". La explicación es elocuente. Un blog es un sistema de escritura, pero también un modo de vida. Una manera de mantenerse en movimiento y a salvo. En un mundo donde la novela se desintegra en pedazos - salvo César Aira nadie sabe bien qué hacer con ella- , un blog puede ser una respuesta transitoria, momentánea: los pedazos de una ficción en curso sin destino claro que salen a flote como pequeñas imágenes de nuestro naufragio diario.


Revista de LIbros, 29 de Julio del 2005

 
Tuesday, July 26, 2005
  aparo

Jim Aparo dibujó Batman durante demasiados años. Murió la semana pasada. Fue uno de los clásicos de los setenta. En algún momento Ellis/Cassaday lo homenajean en Planetary "Night on Earth". Lo mejor en su memoria: Aparo fue el que dibujó "Una muerte en la familia", aquella saga clásica donde el Joker mataba a Robin a golpes, a la mitad de la ONU con gas tóxico y era presentado como el embajador de Irán. Dato: fue la gente la que decidió la muerte de Robin por medio de una votación telefónica. Ah, nada más raro que la época de Reagan. Aquí, en Chile, nos lo perdimos. Pero eso es otra historia. Lo que vale: Aparo falleció y con esa muerte el comic-book pierde a uno de sus artesanos casi clásicos.
 
Monday, July 25, 2005
  alice uncut

(esto salió en The Clinic, aquí the full version o el extended mix, uncut. Se agrega la imagen: una vieja foto de alice lidell perdida en el tiempo y que se salvó de alguna pira)


“Alice parece notablemente cambiada, aunque es harto dudoso que sea para mejor. Probablemente, está entrando en la fase de pubertad”. La frase está sacada de los diarios de Charles Dodgson/Lewis Carroll pero podría pertenecer a “Lolita” de Vladimir Nabokov. O sea: no-ficción que parece, que debería ser ficción; una historia que comienza en el XIX pero Nabokov escribe en el XX; una novela sobre monstruos. Lo que sea. La historia original: el tipo se llama Charles Dodgson y ex un experto en matemáticas y lógica. Además es reverendo. Y fotógrafo. Y escritor. Y pederasta. Dodgson se enamora de una tal Alice Liddell y la fotografía con el candor de un amante que sabe que su objeto del deseo va a desaparecer después. Es 1860 y el clérigo está enamorado de una niña a la que registra y desea, escribiendo para y por y sobre ella. Los libros, por supuesto –no podía ser de otra forma, no puede haber una manera más terrible de ironía literaria- se llaman “Alicia a través del espejo” y “Alicia en el país de las maravillas”. Dos clásicos. En 1951 Walt Disney filma una psicodélica versión animada de la última. De vuelta a 1865, el maestro de lógica se interna –puede que loco, puede que poseído de amor- en el non-sense para escapar, para narrar su deseo. Y ese deseo lo quiebra. La literatura se le ofrece como salida y homenaje a su amada. Por supuesto, todo termina mal para él. En 1864 la familia Liddell le prohibe volver a ver a Alice. Luego a mitad de los años 40, a un ruso exiliado que sabe demasiado de lepidópteros y de novela clásica se le ocurre escribir algo parecido a su propia versión de la historia. Nabokov escribe “Lolita” como ficción pura y la defiende como tal, pero uno no puede dejar de ver a Carroll/Dodgson ahí, como un espectro, como una sombra, como uno de los ríos secretos que recorren el relato. Porque “Lolita” es “Lolita” pero también una versión disléxica de la historia de Dodgson, o una forma de leerla: como una obra donde los teatros de la crueldad rozan con los de la comedia, donde el humor se confunde con el porno, donde la perfección de la prosa llega a ser dolorosa en su falsa sinceridad. “Lolita” es obligatoria. Nabokov doma ahí a la lengua inglesa, narra el paisaje de la trivialidad americana, compone un policial melancólico que a la vez es una road movie feroz. Años después dirá que la investigación de campo de la novela la hizo cuando con su mujer Vera –especie de ángel silente y secreto que le mecanografía todo,y a quien está dedicado el libro- salían a cazar mariposas por el midwest yanqui. Puede ser. Pero “Lolita” va más allá de ese making off epifánico, es una historia de amor pervertida, enferma, llena de goce. Su argumento ya es legendario, otro mito: Humbert Humbert, un europeo borderline se casa con una vulgar mujer yanqui porque está enamorado de Dolores, su hija. La esposa muere y Humbert queda al cuidado de Lolita, que es un ángel o un demonio o mejor dicho una nínfula. Nabokov acuña aquí la definición: “hay muchachas entre los nueve y los catorce años de edad, que revelan su verdadera naturaleza, que no es la humana sino la de las ninfas (es decir, demoníaca), a ciertos fascinados peregrinos”. Para Humbert Humbert es algo mítico y sublime que explota y se multiplica hasta el infinito en su Lolita, su nínfula personal. Porque Nabokov –que odiaba a Freud y se distanciaba absolutamente de cualquier fin moralizante en la ficción- construye con ellas una categoría particular de deseo: un deseo que rebasa a la muerte, que es efímero o perfecto. Y literario. Porque Humbert Humbert es un perverso observador de nínfulas pero también un esteta. Hay un punto en “Lolita” donde uno no sabe quién corrompe a quién en esa larga sucesión de carreteras, canchas de tenis e idilios crepusculares. Nabokov desvía las miradas gruesas, su erotismo se vuelve escurridizo, el tema –la pederastia- cede hacia un terrible patetismo. Hay un crimen. Lolita envejece. Pierde su belleza. El tiempo se cobra su revancha. Humbert escribe todo desde la cárcel. Sus memorias que también son la novela. La nínfula es una criatura que sólo puede ser entrevista de reojo, una mariposa que vive sólo un par de días. Y Humbert escribe para que eso –su deseo, su perdición- no se le mueran, para combatir el tiempo, para destrozarlo. Cero moral. Hay algo atroz en “Lolita” pero también algo conmovedor. Algo que recuerda a las fotos de Dodgson/Carroll, algo que se esconde en esas imágenes de Alice Liddell que han sobrevivido. Acaso una horrible declaración de amor sin demasiado futuro, acaso la idea de atrapar el tiempo o la inocencia, de ponerlos a rodillas a ambos y asfixiarlos o poseerlos por medio de las palabras y para siempre.

 
  días de marte

Pienso en Marte. Mientras Spielberg resucita a Wells -¿o a Welles?- en una producción monstruosa e inmensa yo leo sobre Marte: dos historias mínimas, secretas, imbéciles o terribles.

En la primera, “Marciano, vete a casa” de Fredric Brown, los marcianos –obvio- invaden la tierra: insoportables enanos verdes –e intangibles, se les ve y escucha pero no se les puede tocar- cuya su única función es incordiar a los humanos. Y están ahí por nada, sin justificación alguna. Se aparecen, hacen polvo la guerra fría y destruyen la vida íntima de la raza humana tal y como la concocemos. Los marcianos asolan la tierra para contemplar a la raza humana tal y como se ve ahora un reality No falta el escritor de turno: Luke Deveraux, un autor de género alcohólico, que pasa de escribir ciencia ficción a hacerse famoso con los western. En algún momento alguien le comenta: “La ciencia ficción ha muerto. Los seres extraterrestres constituyen precisamente una de las cosas de las que la gente no quiere oír hablar. Ahora tienen marcianos hasta en casa”. El libro data de 1955 pero la afirmación es válida en el presente porque es una invasión tan estúpida como cercana. Su final es ridículo. Los marcianos simplemente se van. Desaparecen. Se aburren. Nada más. Brown narra todo sin piedad: sus marcianos son una colección intencionada de clichés –verdes, molestos, estúpidos- y nada más potente e insano que la ficción haciéndose cargo –como calculada parodia- de esos lugares comunes como revancha.

La segunda historia es al revés: los humanos van a Marte y no hay rastro de humor. O tal vez sí lo hay pero no causa risa, sino pena. En “Una rosa para el Eclesiastés” de Roger Zelazny, un poeta humano viaja a Marte para aprender marciano. Los marcianos son una raza silenciosa, melancólica que le abre sus puertas y bibliotecas. El poeta aprende el idioma y traduce sus obras mayores al inglés. También comienza a traducir el Eclesiastés, escribe poemas en lengua marciana y se enamora de Braxa, una bailarina sagrada. A ella le escribe poesía, le recita –en marciano- a Rilke y a Shakespeare. Por supuesto todo acaba mal o bien, depende de donde se le mire. Braxa desaparece y el poeta sale a buscarla. Y descubre el secreto de los marcianos, que han decidido morir, suicidarse de a poco. Siglos atrás una peste los condenó a la esterilidad y a una lánguida vida eterna. El poeta descubre, además, que Braxa está embarazada. La raza marciana, gracias él, se salva. Vive. Luego Braxa rechaza al poeta. No lo ama. Ha cumplido parte de un plan inmemorial, nada más. El poeta intenta suicidarse. Todo es una historia de amor idiota entre un escritor presuntuoso y una civilización enferma de melancolía, una pasión amplificada por el paisaje extraterrestre, dunas interminables, ciudades vacías bajo la tierra, las ruinas inminentes de una civilización al borde de la inanición.

No sé si hay moraleja en estas historias marcianas. Puede que los mismos marcianos sean espejos de un presente que no alcanzamos a descifrar. Marte siempre ha sido eso: más que un planeta, es un punto de fuga hacia el que escapan nuestros deseos. No me raro. Mientras Spielberg juega con el pánico de una invasión global, yo leo estas pequeñas historias casi secretas como remedio o vacuna contra los monstruos de moda. En ninguna de ellas hay histeria sino un humor y una tristeza que a ratos son intercambiables. Nada más idiota que los marcianos, nada más desventurado, nada más humano.

 
  narnia, la pieza oscura

Bombardean Londres. Cuatro niños se van al campo y quedan al cuidado de un viejo profesor en un caserón vacío. O sea, están solos. O a solas. Y entran y salen de las habitaciones, hasta que uno de ellos –Lucy- da con un armario que es una puerta hacia otro mundo: un país mágico en perpetuo invierno, que incluye animales flemáticos que toman té, una bruja malvada y un león redentor. Por supuesto hay algo podrido, algo épico ahí. Hay una batalla, donde los chicos vencen y se convierten en dueños del lugar para luego –años y años- regresar a casa darse cuenta de que nada ha cambiado, que Inglaterra quedó en la esquina exacta del tiempo en que la dejaron. Niños perdidos en una casa vieja; ese es el argumento de “El león, la bruja y el armario”, la primera de “Las Crónicas de Narnia” que C.S. Lewis escribió y que publicó en 1950, con los ecos de la segunda Guerra Mundial tras suyo. Una mezcla de cuento infantil y alegoría religiosa, que vuelve ahora en un panorama literario dominado por J.K. Rowling y sus infinitos clones. Porque en Lewis - veterano de la grand guerre, profesor de literatura, ensayista de fuste, laico melancólico, autor de ciencia ficción, propagandista radial- está el origen de todo Potter: la aventura o la ficción como el arrebatador efecto radiactivo de dejar solos a los niños en casa. En serio. Nada más poderoso en Narnia que ese paisaje devastado, que es un país hecho a la medida de la soledad de quien se lo inventa. Y los niños escapan hacia ese lugar y después vuelven a casa. Y luego, en los otros volúmenes, van y vienen de nuevo, sus aventuras se multiplican y todo adquiere el tono de una pequeña teología privada. Por supuesto, Lewis se parece en eso Tolkien, dos profesores universitarios –y además, amigos- que traman, durante el ocio, imaginarios fantásticos. Lo notable es que mientras Tolkien se comporta como un obseso de su propia mitología, Narnia suma imperfecciones y arreglos de último minuto, se acomoda a su presente. Porque Lewis nunca olvida el lazo con el mundo real. Por más elaborados que sean los pilares de sus prodigios, estos siempre remitirán al frío aire inglés de la posguerra. Así, al releer “El león, la bruja y el armario” –primer volumen escrito por Lewis, publicado ahora como un segundo tomo, según de la cronología interna de la obra- se me viene a la cabeza “La pieza oscura”, aquel poema mítico de Enrique Lihn, donde un grupo de niños desarrolla escenarios de crueldad y deseo en una casa como la de Lewis. “¿Qué será de los niños que fuimos? Alguien se precipitó a encender la luz, más rápido que el pensamiento de las personas mayores. Se nos buscaba ya en el interior de la casa, en las inmediaciones del molino: la pieza oscura como el claro de un bosque” escribe Lihn y tal vez se hace las mismas preguntas que Lewis. Pero lo que uno le basta y sobra para un poema, al otro no le alcanza ni en una saga completa. Pero hay un lazo, porque la pieza oscura y el armario son hermanos o primos, poseen la misma sustancia que vincula el horror con el milagro. Lihn elige el primero. Lewis, lo segundo. Uno remite al otro. Volvemos a Narnia como quien recuerda la pieza oscura que es toda infancia: las habitaciones pasadas donde la ficción permite hacer con sombras y susurros un mundo privado –maravilloso, pavoroso- donde jugar.

 
pop & ficción, notas al azar, work in progress y crónicas inmediatas by bisama

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