comelibros
Friday, February 24, 2006
  Carne, Sangre y cine


Carne, sangre y cine
Por Alvaro Bisama

Un catálogo argentino de filmes inencontrables define a la obra de Miguel Brito como algo llamado neo criollismo gore. "Una muestra única de cómo no se debe hacer una película y qué temas es mejor dejar de lado por buen gusto." Miguel Brito, es una figura secreta del cine chileno. Un tipo que no sabe nada de cine pero con cuatro películas filmadas logró ser objeto de atracción de críticos alemanes que consiguieron su obra cuando él mismo envió las cintas a un encuentro de amantes de los gótico en Munich.

Brito vive en Villa Alemana: "aquí pasan cosas raras. Esta ciudad es rara. Si no fíjese en todo eso de la Virgen y piense en lo de los ovnis. A mí me han matado vacas los E.T, se lo juro. Por eso hago películas, porque soy un compadre raro". Brito comenzó haciendo películas en los ochenta, con una betacam que se robó de una casa en la que trabajaba de jardinero. Antes había hecho el servicio militar además de tener un paso fugaz por la carrera de Biología en el Pedagógico de la Universidad de Chile, sede Valparaíso. "Me robé esa cámara porque estaba botada y nadie la ocupaba. Nunca nadie me la vino a pedir de vuelta. Además el día en que me la llevé me dieron mi primer trabajo en una carnicería, limpiando los fríos. Fue como una señal". Dice que se tomó cuatro años en "Arrollado de Huaso" porque "la primera película es siempre la que más cuesta". Agrega que "la idea se me ocurrió el 81, de vuelta de una fiesta en la casa de mi señora, que en ese entonces era mi polola. Me acordé de una película que había visto sobre un zombies que comían gente y pensé: es fácil, trabajo en una carnicería y siempre hay carne que sobra. Podríamos ocuparla".

Ese algo resultó ser un par de cuadernos de notas inconexas y dibujos de gente desmembrada. "El guión" como lo llamó Brito tardó en concretarse dos años más porque no encontraba al actor perfecto."No conocía a ningún compadre tan loco para hacer el personaje. Le quise decir a mi viejo que actuara pero se negó, así que tuve que esperar nomás". Pasó bastante tiempo hasta que apareció el indicado. Brito se casó y subió al estatus de carnicero. Cuenta que "un día estaba tomando en "La biblioteca" (un bar del centro de VA) y se me acercó un tipo cabezón, y medio mongólico para decirme que había trabajado en Sábados Gigantes como doble de don Francisco. No le creí pero me mostró unas fotos donde había pegado su silueta junto con la de Don Franscisco. Babeaba y le gustaba el pipeño. Yo lo miré de nuevo, pensé en el guión y me dije: lo tengo".

El sujeto se llamaba Joaquín Cáceres y era un personaje clásico de la fauna de Villa Alemana que se caracterizaba por pedir dinero en la calle y responder con insultos a quienes no le daban. "Mi otra mitad", dice. "Lo contraté altiro. Le pagué en carne eso sí. Un par de filetes todos los días hasta hoy". Miguel Brito se puso en campaña:vendió las joyas de su flamante esposa y comenzó a filmar de inmediato su ópera prima. "Me conseguí la carnicería de noche y el matadero cuando quisiera. Podría haberme tomado todo el tiempo del mundo, pero hice la película en una semana y media". Dicha película, que se llamaría "Arrollado de Huaso" comenzaría con las obsesiones clásicas de Brito: la historia del psicópáta Cabeza de Chancho, un chico que vive en la casa del perro y mata seres humanos para que su mamá prepare la comida.

En su debut Brito no se ahorró las tripas y la sangre para describir en un montón de tomas sin sentido su idea de narración cinematográfica. La cinta es perturbadora porque además agrega -sin relación alguna videos- de Michael Jackson casi enteros porque a Cáceres " le gustaba "Thriller" y se negaba a trabajar en una película en que no apareciera el negro". "Arrollado de Huaso" no fue estrenada ni comentada y salvo los más cercanos a Jimenez Brito y en 1986 nadie supo de su existencia salvo una pequeña nota de un periódico de Limache que decía "Filman película en carnicería".

Con el aliciente de la prensa Brito pensó que debía seguir haciendo cine y comezó a preparar una secuela. Dicha continuación se llamaría "18 sangriento"(1988) y retomaría la incoherente historia de Cabeza de Chancho: "sentí que debía seguir hablando de él. Cabeza de Chancho es como mi hijo. No podía dejarlo. Ni entonces, ni ahora. Quiero que el personaje crezca y se desarrolle, que tenga una vida". El escaso argumento de "18 Sangriento" llevaría a Cabeza de Chancho al corazón de una fiesta con el objetivo de retratar de manera bastante extraña los códigos sociales de la época del rock latino. Champaña con frutilla, música de Miguel Mateos y peinados extraños se mezclan en la más salvaje obra new wave de nuestro país.

La historia : Cabeza de Chancho encuentra interesantes formas de matar al Dj de turno con el objetivo de evitar que ponga rock latino. Brito: "quise manifestar mi descontento con esa música, que desde mi humilde opinión, es puro plagio. Por eso Cabeza de Chancho es tan radical. Lo que no le gusta debe morir. Es un buen punto de vista". Luego de terminar "18 sangriento" Brito se retiraría por un par de años del cine para ver nacer a su primer hijo y transformarse en dueño de su propia carnicería. "Ver crecer a tu hijo no se compara con hacer películas. Son cosas parecidas, como el asiento picana y la posta, pero distintas. Creí que debía tomarme un descanso, además Cáceres estaba mal en esos años".

Pero "mal" no era la palabra más adecuada para describir el estado de Cáceres, quien había tomado la costumbre de pasearse desnudo por el centro de la ciudad y decir que el era el padre del hijo de Miguel Angel, el chico neoprenero y travesti que veía a la Virgen María. Después de años en silencio, Brito volvería en 1992 con el documental "El día de la carne". Un documental que pese a ser su trabajo más atípico sigue con sus obsesiones. "Quise hacer un homenaje a mi rubro" cuenta serio, "toda la gente come carne pero nadie se acuerda de los carniceros, de los tipos que hacen el trabajo sucio. Si se piensa bien, son personas que trabajan con sangre todo el día. Habría que respetarlos más". "El día de la carne" presenta todos los eventos del día en un matadero clandestino de Olmué. Declaraciones de carniceros se mezclan con tomas recurrentes de vacas robadas listas para llenar los congeladores de carnicerías de toda la región, además de escenas explícitas de desmembramientos, salpicaduras de sangre y basureros llenos de vísceras inservibles. Brito filma con tranquilidad un medio que conoce ( confiesa que los del matadero han provisto su negocio más de una vez) y respeta. Y se nota. Luego de una hora interminable de tortura de animales, escenas de sangre gratuitas y total incoherencia a la hora de montar, la escena final es un close-up que muestra al "Chalo", un tipo con la nariz roja y una cirrosis en ciernes declarando feliz : "la carne es buena para la salud". Después, la cámara retrocede y aparece un caballo muerto desangrándose atrás. Entonces los créditos comienzan a caer. Un solitario televisor blanco y negro Antú es la única luz de la escena.

Filmar "El día de la carne" no fue difícil para Miguel Brito. "Era cosa de juntar un par de colegas, unos animales y ponerse a hablar", dice. Despachó el trabajo en un día de filmación y otro de montaje. Fácil y bonito. Además la imagen final le dio pie para su siguiente obra, la insuperable "Asado Virtual" (1998).

Miguel Brito se tardó seis años en armar "Asado Virtual" porque tuvo dos razones de peso para estar en silencio. La primera es que pasó tres de esos años en la cárcel de Quillota por tráfico ilegal de especies en extinción. Un funcionario de aduanas descubrió un cargamento de pudús y huemules listos para salir a Brasil. "Tengo que financiar mis filmes", fue casi la única explicación que dio, "además son animales muy bonitos que dan una carne sabrosa, rica en proteínas". La segunda fue haber esperado que su amigo Joaquín Cáceres, saliera del psiquiátrico, donde estaba internado por una crisis esquizofrénica aguda. "No podía trabajar sin él. Es una especie de alter ego". Y mientras todo esto sucedía, se dedicaba a darle una historia a la imagen de un televisor encendido sobre un montón de carne. "Algo hizo clic en mi mente ese día. Porque el televisor blanco y negro encendido en el matadero me dio una idea que nunca me abandonó. Es como tirrar de una madeja. Sólo tuve que desarrollar la historia". El único problema que tuvo fue explicarle a Cáceres la historia. Producto de los neurolépticos que recibía en el hospital tenía el cuello doblado y sufría de los primeros síntomas del mal de Parkinson. "No entendía mucho, pero tenía las ganas" dijo "Eso es lo esencial. Además eso prueba que la gente impedida puede hacer cosas". Y esas ganas fueron las que sumaron a Cáceres a una historia que sería el equivalente a "The Bride of Frankestein" de James Whale pero con toques criollistas.

"Asado virtual" es una mezcla podrida que incluye sexo, violencia y sangre con algunos de los toques cyberpunk más estúpidos jamás vistos. La historia: dos increíbles freaks computacionales ( que tienen más pinta de miembros de la garra blanca que de geeks) rescatan a Cabeza de Chancho de la casa de perro donde su madre lo encerró al final de "18 sangriento" y experimentan con él. Pero lo que podría ser una torcida reflexión sobre los peligros de la ciencia se transforma a mitad de camino en otra cosa cuando Cabeza de Chancho los estrangula a los dos juntos con el cable del mouse - que se parece asombrosamente a un cordón de zapato, "uno real costaba muy caro" dice Brito - y ocupa sus equipos computacionales (el simbólico televisor Antú, un Atari y un tamagotchi "que sirve para leer los pensamientos de la gente") para fabricarse una novia androide.

Brito: "se trata de una película con una moral no-humana. El verdadero amor de Cabeza de Chancho no puede ser una niña normal. Debe crearla a partir de sus propias fantasías". Lo que dará pie a un par de secuencias bizarras donde Cabeza de Chancho creará una especie de muppet hecho de carne, microchips inservibles y la foto (pegada a la cabeza) de Myriam Hernández. Y hacia el final la sopresa mayor: el nacimiento del primer hijo de Cabeza de Chancho, que es una muñeca con la cabeza de un cordero pegada. La imagen final retrata a la familia Cabeza de Chancho comiendo un asado en el patio. "Me gustó la idea de colocar un final feliz, de filmar algo que hablara de la familia. Y aunque quisimos poner la cabeza de un pudú a la guagua, no se podía. Creo que la de cordero resultó bien”.

*Arriba: una foto de Brito en su negocio y un fotograma de "18 sangriento"

 
  de vuelta al patio de la casa

De vuelta al horroroso Chile. No posteo hace un mes. Me desenchufé. Me entrevistó en gran Oscar Contardo en Artes y Letras por “Postales urbanas”. Compré “Los Sorias” de Laiseca. Vi a Coddou y a Mellado en el zócalo del Consejo de la Cultura en Valpo. Presenté a Baradit en Viña y le comenté algo así como que él era “una suerte de Borges en pasta base” mientras hablábamos de gaviotas cargadas con armas químicas. Luego estuve en Baires con Carla y volví de Baires. Mientras, escribí unas cuantas columnas que pongo al día ahora. Descubrí que Harold Bloom es fanático del heavy metal. Tomé notas para una novela. Vi “24 hours party people” y “Serenity”. Los textos siguientes dan cuenta del asunto. Hay días en los que creo que el comelibros –la columna- es lo más parecido a un diario de vida que he llegado a tener. Raro pero ciero.

Vacaciones

Recuerdo que alguien me dijo que no se puede leer a Kafka en la playa, una afirmación que me sonó demasiado a estudiante de literatura buscando la instrospección. Aunque lo importante es lo que quiere decir en el fondo: salir de vacaciones exige a sintonizar el paisaje con los libros. O contraponerlos. Dependiendo de cada quien, hay obras que no se pueden leer si no es estando de viaje, en movimiento, fuera de casa, en otro lugar que no sean los extramuros de la ciudad, el campo o la playa, aquel silencio.

Es como si la mente y el corazón, lejos de la rutina, se obligaran a hacer lecturas distintas buscando vías de escape o iluminación, formas del relajo. Así, a lo mejor, por eso se leen tantos policiales y novelas románticas, amén de los éxitos de la temporada que se dejaron de lado. Pero también otras cosas porque, para el verano se acumulan libros como quien acumula deudas. El paisaje ajeno, lejano, el olor de la ciudad desconocida o la velocidad de la carretera son excusas suficientes para pagarlas, para hacerse cargo de lo que en otro momento se considería una frivolidad, una excentricidad, una pérdida de tiempo.

Como lector, de vacaciones, uno queda disculpado y se siente –guardando las distancias- como esas estrellas de rock que se van de gira y destrozan habitaciones de hotel por el sólo hecho de que pueden hacerlo. Gente que lanza la tele por la ventana, mete autos en la piscina, mancha con ketchup o sangre las paredes. Leer en vacaciones se parece a eso; no hay que guardar ninguna compostura salvo el hecho de que hay que intentar -como única y variable regla- ajustar las ficciones ajenas a lo que se ve, establecer puntos de contacto o de fuga con el entorno.

Lo anterior sirve para convocar a fantasmas o imágenes que de ningún otro modo hubieran venido. Uno puede exorcisar –como si fuera un tour literario- a Couve en Cartagena o a Parra en Las Cruces aunque en realidad sea mejor olvidarse de ellos y leer a Chandler o a Ballard o a Anne Rice. El litoral central, por sugerir un lugar, se convertiría en el escenario de un crimen, una antesala para un apocalipsis sordo o idiota o un decorado más o menos gótico. Vampiros en Cartagena. Un crimen en el Quisco. El fin del mundo en Algarrobo. Algo por el estilo.

Pero exagero, aunque es cierto que uno lee fuera lo que no lee en casa y cambia de lecturas del mismo modo que cambia de ciudad. Así, de vacaciones, el lector tiene derecho a volverse loco o excéntrico o idiota, mientras se enfrasca en novelones y le compra a los piratas best sellers que prestará o dejará tirados en alguna parte, botados en la arena, en el cuarto de una cabaña.

Lo importante es el cambio de rutina, la agenda que se permite un desliz lector. Y ese desliz es importante. Puede salvar la vida, romper la realidad, convertir las vacaciones en otra cosa. Para cerrar, un ejemplo. Anota Alan Pauls sobre el hecho de haber leído así “Los detectives salvajes” de Bolaño, de casa, de vacaciones y a la deriva “un verano, en un lugar de playa sin luz eléctrica, sin autos, sin agua potable”. Para Pauls “hay libros que tal vez sólo podamos acoger si disfrazamos nuestra hospitalidad de desesperación o de urgencia”. De acuerdo. A uno lo le queda más que perderse en el extraño vacío entre la página y el horizonte, como si en ese rabillo del ojo uno esperara una revelación, un golpe seco, un ruido blanco.

Riesgo


(1)

Desde hace un tiempo, en dos columnas publicadas en este mismo medio, Alberto Fuguet ha narrado el proceso mediante el cual se ha convertido cuasi religiosa y paulatinamente a la no ficción. Es un relato inquietante, el de un lector asombrado que confiesa que “cada vez me atraen más aquellos libros donde no se miente (o se miente poco o se altera muy poco la verdad)” mientras cita a Ellroy o Fitzgerald, y asume el hecho –terrible para un novelista- que la ficción es puede ser un camino transitado o agotado.

La verdad a es que por momentos tiene razón. Basta darse cuenta de que “Puño y letra”, el ejercicio de montaje que hizo Diamela Eltit del juicio del caso Prats es su mejor obra en una década. O que “Tejas Verdes” de Hernán Valdés es relato político mejor –o más conmovedor- que “Casa de campo” de Donoso. En ambos, las relaciones entre autor y narrador, vida y obra, texto e ideología hacen equilibrios precarios y radicales, imposibles para cualquier ficción.

Es comprensible la opción de Fuguet dado que para cierto público lector nacional, la ficción, desde hace algún tiempo carece del riesgo y del vértigo que la no-ficción puede entregar, aquella sensación de dejarlo todo en la página, carne y sangre incluidas. Que yo sepa, no hay ningún novelista chileno –incluso como documentación o investigación- que haya viajado a Argentina en una micro llena de miembros de Los de Abajo armados hasta con granadas, por poner de ejemplo un texto de Juan Pablo Meneses.

Pero tal vez no se trata de que la novela esté agotada como género sino más bien cierta novela chilena que puede ser –a lo mejor y tensando la cuerda- aquella novela de la década de los 90, la de quienes se formaron en talleres y luego dictaron talleres, esa narrativa realista santiaguina correctora de clase, pegada en sí misma, concentrada en ambientes interiores, lineal, solipsista o culterana, algo miedosa y rengueante. Esa clase de literatura que fue un boom hace diez o quince años, quedando por estos días –y a pesar de los autores y con la venia de una academia indolente- congelada como un artefacto de época.

En síntesis, se trata de ficciones –ahora sin riesgo- que alguna vez necesitamos para construirnos una imagen de país emergente, por lo menos literariamente hablando. Obras que, leídas ahora, se ofrecen a medio camino de la nada, sin aspirar a la totalidad pero tampoco a escribir desde lo menor. Relatos que creían merecer todo pero que en realidad no apostaban nada: esperaban ser best sellers pero con algo de respeto crítico, unos textos incapaces de ser frívolos o caústicos mientras se lamentaban por un orden perdido al no poder soportar el presente, asustadas por cualquier cosa que sonora –o se leyera- de manera opaca o vanguardista.

Así y desde hace algún tiempo, frente a esa narrativa complaciente, al lector no le queda otra que leer libros de no ficción. Porque a lo mejor o por supuesto, vistas desde el presente “El empampado Riquelme” o “Horas perdidas en las calles de Santiago” dicen más del paisaje de la identidad local, que “Santiago Cero” y el “El nadador”. Y no es que Mouat y Merino sean mejores escritores que Franz y Contreras sino que el modelo de trabajo en el que fueron educados los segundos hace tiempo que hace agua. O sea, no es que la no-ficción le gane por paliza a la ficción, sino que la novela nacional con la que nos formamos ya no tiene demasiado que decirnos: la leemos con piloto automático, como el show de un mago al que le conocemos cada pequeño truco.


(2)

Bien. Vamos por partes. Recuento: la semana pasada sostuve –a partir de algunas ideas que Alberto Fuguet lanzó en este mismo suplemento- aquí mismo dos ideas: 1) que cierta forma de hacer –o de leer- novelas chilenas estaba un tanto agotada o venida menos y 2) que no era raro porque hubiera, en cierto modo, esos riesgos narrativos se ejercían de modo más saludable en los géneros referidos a la no ficción.

Ahora relativizo lo anterior: hay vida para la novela, justamente en las zonas de riesgo de la misma, en la anomalía y el gesto técnico de proponer lecturas alternativas, de apartarse del canon que compramos en décadas pasadas. O sea, por medio de textos que trabajen desde su propia imperfección, desde el vómito o el desliz, que no le temen al exceso o a la impostura o a la mezcla. Ficciones que no se privan de sobregirarse o volverse excéntricas, de trabajar la parodia, la contralectura o el porno. Textos que exasperen al lenguaje intentando romperlo o doblarlo y que fagociten la tradición con complejidad erudita o como fast o slow food. A la rápida: pienso en textos de de Marín, Mellado, Díaz Eterovic y Bolaño entre otros. O sea, obras que entendidas con cuidado pueden utilizarse como herramientas –un método, al fin y al cabo- que permitirían despejar la duda ante las posibilidades y el futuro de la ficción local.

Así, hay una larga vida para la novela pero, lamentablemente, no es la vida que los autores de la década pasada imaginaron para ella. Todo lo contrario: se trata de un trabajo desde los propios límites del formato, desde el vértigo o el camino oblicuo, en textos disímiles y obligados como “Informe Tapia” o “2666” que no tienen nada en común pero que comparten la aspiración de no querer ser fieles a nada más que a sí mismos, evitando a como dé lugar un realismo a la chilena, pensando en el lenguaje como un campo de batalla donde sí pueden y deben quedar heridos; entre ellos, el mismo lector.

Las variables de la no-ficción (de la mano de Mouat, Merino o Lemebel) ya encontró ese camino, solucionó el problema, enfrentándolo por medio de obras que no dudaron en exhibirse como problemáticas, dudando necesariamente hasta de los hechos que afirmaban: disparada por medio de pistas discontinuas la crónica local pudo amarrar ciertos relatos ciudadanos que ansiábamos, que necesitábamos leer al modo de catarsis o sanación de ciertas heridas.

Al revés, el stablishment de nuestra novela no ha hecho nada de eso, eligiendo la comodidad por sobre el atrevimiento, las construcciones canónicas en vez de la vanguardia. No es raro que así sea. Nuestra literatura siempre ha sido una casa con las ventanas cerradas y los muebles cubiertos antes que una plaza pública. Pensando en la posteridad –que puede ser salir en los textos escolares o ser entrevistado por Cristián Warnken- nuestros autores han despreciado el presente. Uno de los efectos de lo anterior es que la crónica ha ido, sin quererlo, lavando la ropa sucia que la novela ha dejado. Gumucio lo entendió bien en su columna de la semana pasada: “cada fracaso en la gran batalla de la novela me ha servido de campo de experimentación para emprender la guerrilla de la crónica”.

Pero hay algo que se cuece ahí y que me queda más que claro cuando pienso en los autores mencionados en esta columna, hay algo que puede que explote o no pero que ya cambió el estado de las cosas. Porque a lo mejor, es que por debajo y casi en secreto, la novela chilena sí ha cambiado sustancialmente, a pesar del público, las editoriales, los críticos y el mercado, aunque sea por un rato o para siempre.

Baires

A punto de abandonar Buenos Aires redacto esta especie de postal sin destinatario preciso, en medio del calor infernal y con la única consigna de contraponer las imágenes literarias con las reales. Aún no puedo procesar todas estas polaroids disfuncionales de una urbe desconocida. Por supuesto, me pena el fantasma de Lihn y todo eso de que “nunca salí del horroroso Chile” pero tampoco puedo despegarme de un virus porteño: un tapiz de ideas yuxtapuestas que no puedo ordenar, apenas glosar acá, escrituras o imágenes dispersas, discontinuas, extrañas. Ahí van. La toma del gringo que lee una novela de tapa dura del Doctor Who en el avión. Los flyers de prostitutas y travestis pegados en las cabinas telefónicas del centro. Un stencil que dice “el microcentro se desploma” en San Martín, a metros de un mall. El sudor pegajoso que sale de los ductos de aire acondicionado y cae como una lluvia asquerosa sobre los transeúntes. La escritura alucinante de J.G. Ballard sobre Kennedy, Marilyn y Reagan que brilla como sangre fresca en “La exhibición de las atrocidades”. La imagen de un cadáver que Crónica TV no ha dejado de pasar, una y otra vez el día sábado. La feria del Parque Rivadavia donde compro algo de Laiseca y “Bang Bang” una nouvelle de Brian Aldiss sobre unos hermanos siameses estrellas de rock que comparten cuerpo y amante y que es una alegoría demoledora de la industria musical. La sorpresa feliz, en las librerías de Florida, de que entre los representantes locales algo obvios o clichés o obligados (Isabel Allende, Carlos Franz, Bolaño y Neruda) estaba además “Ygdrasil” de Baradit en el stand de novedades. Un niño botado entre medio de bolsas de pegamento, en Lavalle; los cartoneros examinando a las diez de la noche la basura del centro; una mujer que obligaba a su hija a tocar el bandoneón en San Telmo. El dejavú pop de haber leído en el hotel a Ballard citando a Godard en “Guía para el usuario del Nuevo Milenio” y luego, apenas un par de horas después, ver la misma cita –aquella que se refiere a “los hijos de Marx y la Coca-Cola”- en el MALBA, en una película que era como una novela que se descomponía entre balazos y epigramas post perfectos. Una biografía oral de H.G. Osterheld, donde se incluye algunos datos sobre su paso por Chile y él se me aparece como un reverso o hermano secreto de Rodolfo Walsh: escritores que parten trabajando géneros industriales –cómic o novela negra- y que luego evolucionan, se radicalizan, convierten su vida en obra; a los dos los mata la dictadura; los dos se convierten en leyendas pop y su historia, creo, explica mejor la literatura argentina de los 70 que toda la pompa del Borges terminal. Las postales de “Terrorismo gráfico” sobre el plástico en la ciudad extendiéndose casi como una plaga. La visión del Ateneo de calle Santa Fe como una Arcadia hipertrofiada e imposible en su magnitud, un laberinto donde es imposible perderse. Un libro sobre subculturas post punk glam japonesas que vemos en Bond Street y que está increíble: adolescentes de chaquetas de colores y peinados raros que sacan la lengua y saltan en el aire. Y, para terminar, la sensación extraña, pavorosa o magnífica de que Buenos Aires es una ciudad hecha de puro papel: un exoesqueleto urbano armado con páginas sueltas, volantes perdidos, libros olvidados, avisos porno, las hojas rasgadas de los periódicos; una ciudad que devora libros, que suda historias; que no puede, de manera enfermiza o epifánica, dejar de volverse letra impresa, como si ese fuera su único destino: ser sueño o pesadilla, encarnarse en ficción, hacerse pura literatura.





 
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