comelibros
Saturday, September 23, 2006
  Agit Pop

Nada muere, todo se transforma. Incluso Valparaíso, que alguna vez fue un mito literario y que ahora luce como el decorado de una cinta que Fellini nunca filmó, un escenario de cartón piedra que se vende como laberinto pero que en realidad es una línea recta, del cielo al suelo, donde no hay donde perderse para escapar de la miseria. Así, mientras la ciudad agoniza, su superficie muda o se desnuda: en vez de crear una nueva piel que la cubra exhibe una musculatura cansada donde ya no corre tanta sangre.

Sobre ella sus habitantes asisten a carnavales, discuten sobre el patrimonio, se entregan a modos inútiles y desesperados de salvarla. Por supuesto, no les resulta: el municipio hace poco y nada, los políticos siguen abrazando bebés, los escritores lucen reconcentrados en sus propias carreras egoístas escribiendo poemas que nadie escucha, los artistas visuales fotografían las ruinas y escriben una prosa llena de paréntesis que en realidad es una forma de parálisis, los nostálgicos lloran y la ciudad sigue ahí llena de laceraciones, un infierno abierto al mundo.

Por supuesto, hay excepciones que son, a veces, frutos del azar o de la improvisación: al lado de los artesanos de la Plaza Victoria, un puñado de skaters de pelos de colores salta en sus tablas sobre el piso anciano del espacio público. Los skaters no tienen mucha edad ni piensan demasiado. Para ellos el puerto es una inmensa pista donde los espacios públicos vacíos –Tribunales, la escultura que precede a la Escuela de Derecho en Errázuriz, el hall del edificio Centenario- son por fin habitados de otra manera, enfocados desde otra óptica, atravesados con otra velocidad.

Los skaters son o no son un tribu, tienen o no un número fijo, pero están ahí, invisibles en el universo porteño. Los que están en la Plaza Victoria matan ahí las tardes puliendo un espíritu callejero que ya se quisieran todos los poetas que le hacen odas a la ciudad en servilletas. En una ciudad muerta, los patinadores y sus amigos stencileros, son una de las pocas cosas vivas que pueden verse por el barrio. Porque mientras los primeros han inventado una nueva velocidad para descender del cerro al plan, los segundos han aprendido a narrarla con las escrituras secretas de la ciudad y de sus esquinas.

Stencils, stickers y grafittis se ofrecen como una caligrafía imposible y nueva. Mientras Valparaíso se empeña en preservar su maquillaje patrimonial, estas hordas –que en realidad son pandillas o mejor dicho, formas disléxicas de familias- de artistas improvisados capturan las imágenes inmediatas del presente: desde estúpidos y viejos ídolos punks muertos hasta peluches salpicados en sangre pasando por mensajes crípticos para un destinatario desconocido. No se trata de nada nuevo pero sí de algo urgente. Son un golpe en el mentón en el universo del muralismo local.

Así, mientras el hip-hop alcanza la sofisticación de una estética consagrada y el muralismo político bosteza por su propio aburrimiento, los stencileros y los sticker boys pintan y pegan figuras seriadas con un mensaje que ellos solo entienden. Si Valparaíso siempre ha sido hogar de tribus diversas, ellos son la última encarnación de una modernidad post-industrial desfalleciente. Hay algo irónico ahí. Y también algo heroico: los desechos de la cultura transformados en arte, la mirada epiléptica, la calle como una galería o una guerrilla.

Recuerdo a uno, Koloranzio, -ver notassucidas.tk, su impresionante página de intervención urbana- que pegaba stickers en una señal de tránsito en el paseo Yugoslavo y haberlo escuchado contarme ese día como había arrancado de todo tipo de policías, cómo se conseguía stickers vía postal, cómo se relacionaba con sus amigos skaters. Koloranzio tenía 16 años pero aparentaba 14, lucía como si David Bowie fuera miembro de los Ramones y su mejor obra, la personal, entre tanta imagen ajena era un stencil de Sid Vicious, que hasta ahora he visto repetido en un montón de partes. Koloranzio pegaba stickers hasta llenar la señalética, hasta impedir que dijera o señalara nada. No me explicó demasiado pero capté su ansiedad, la urgencia de trazar imágenes y retratar el presente, la desesperación, el riesgo y la sensación de que para él y sus amigos la ciudad era algo nuevo.

Apropiados de una imaginería ajena, estos chicos buscaban la propia y la encontraban. Su caligrafía de colores estaba llena de rabia pero carecía de maldad. Entre tanto escrito patrimonial, entre tanto déle que suene a las precarias condiciones de producción de la cultura local -que en realidad está más muerta que la discografía completa del Gitano Rodríguez- estos chicos están haciendo interviniendo el presente para inventar de paso algo parecido al futuro. Porque son situacionistas improvisados para los que Guy Debord es sólo una marca de ropa que citan los punks ancianos. Porque para ellos no hay contracultura: sus imágenes hipertrofiadas son sólo fieles a sí mismas y son corrosivas porque son efímeras. Su estética es la de la desaparición inminente porque está ungida por la violencia de lo perecedero, del olvido. No hay museo que las coleccione salvo blogs, fotos digitales, fanzines que nunca aparecen. Son la verdadera ciencia-ficción criolla, nuestro verdadero realismo-socialista, el imposible agit-prop de una revolución falsa cuyos única destellos son esos grafittis mínimos sobre los muros agrios del patrimonio, aquellos parpadeos de una visión que se incendia como las alucinaciones de una nueva piel lista para representar las viejas ceremonias.

Ciudad Invisible, Valparaíso, agosto de 2006

 
  demasiado ego: Caja Negra

En el blog de caja negra: una entrevista a dúo con Pancho Ortega -a todo esto: "El Número Kaifman" está de miedo: lejos el mejor thriller político del año- que nos hizo Ramírez en CAPITAL y la primera crítica-crítica a "Caja Negra", por Rodrigo Pinto para El Sábado.
 
Wednesday, September 20, 2006
  caja negra: pics

subí un pedazo de "Caja Negra" a su blog. Para que vean de qué va la cosa. Una pequeña reseña biográfica de un monstruo inolvidable.
 
  comelibros: Tevé

un texto sobre televisión y literatura ilustrado por una imagen perturbadora: Paulina Urrutia, ex actriz devenida en ministra que hizo su mejor esfuerzo como una insportable villana aspiracional en "Fuera de Control", allá por 1999.

Siempre he pensado que una de las mejores novelas sobre la Transición local la escribió Pablo Illanes y venía envasada en forma de una teleserie llamada “Fuera de control”. Ahí, en una obra llena de citas a Moya Grau y Sergio Vodanovic, la ficción adquiría un espesor traumático inusitado: la protagonista era abusada y desfigurada, el héroe iba a dar a la cárcel y los villanos no eran megalómanos sino pequeños personajes de clase media que no calificarían ni para un cuento de la ajada Nueva Narrativa Chilena. Pero había algo más, tal vez la sensación turbia de un encierro donosiano que se volvía aún más angustioso en la medida que la serie avanzaba, deslizándose –en sus últimos capítulos- hasta el decorado de un camping invernal, una extraña tierra baldía, una playa donde sólo quedaban olas muertas.

Recuerdo “Fuera de control” y pienso en este año y en cómo ciertas ficciones televisivas –la de “Huaiquimán y Tolosa”, por ejemplo- han terminado por suplantar los docudramas que acostumbrábamos ver sugiriendo, de paso, ideas para una novela chilena imposible. Lo interesante es que no se trata de ficciones complejas si no más bien de paisajes, imágenes, cristalizaciones o reflejos, enigmas envueltos en acertijos que el espectador intenta resolver semana a semana.

Y no son dilemas menores, porque en la tele toca día a día los tabúes de la literatura chilena reciente. Aparecen ahí el olor a podredumbre de la calle, las culpas del pasado, los maquillajes de la crueldad, la violencia y los acomodos de todo tipo se exhiben una y otra vez en historias al parecer inofensivas.

Así, en “Huaiquimán y Tolosa” está todo lo que faltaba y fallaba en “La muralla enterrada” de Carlos Franz, que es aquello que ha quedado fuera de nuestras novelas de clase, empeñadas como están en lucir políticamente correctas, a la moda de una mitteleuropa que nunca existió. Pero no es sólo eso: el coa chapurreado y falso de Benjamín Vicuña es mejor que dos tercios de la poesía urbana novísima, escrita por malos lectores de Derrida que pretenden hablar como hiphoperos poblacionales.

No hay demasiada profundidad ahí pero sí algo de intuición, de aquel acto de plegar el lenguaje de la ficción al habla real y ver qué sale. “Huaiquimán y Tolosa” es televisión desechable pero tiene más carne que muchas novelas realistas. Porque nuestro realismo casi siempre, no se interna en la parodia. No viaja más allá de la mera foto y del fantasma de los glosarios que cerrraban las novelas de Mariano Latorre. Extraño: la literatura chilena ha aprendido poco y nada de Raul Ruiz, del mismo Moya Grau, de Vodanovic.

Y eso es paradójico, porque buena parte de los guionistas de televisión chilenos (entre ellos Nona Fernández, Marcelo Leonart o Alejandro Cabrera, por ejemplo) posan de escritores, publican cuentos o novelas, pero no cruzan sus propios límites, ensuciando su ficción con la misma basura catódica que producen. Puede que sea porque para ellos, los culebrones sólo les pagan el arriendo o la colegiatura de los niños y simplemente tienen miedo a cruzar la líne, temblando ante la idea de que su mejor obra está en pantalla y no en los libros.

No sé. Cuando veo “Huaiquimán y Tolosa” me doy cuenta de que algo ha cambiado: el realismo parece haber cedido a algo más complejo, más íntimo, tensando la cuerda que une ficción e identidad. Enésima reescritura de un molde ajeno –una serie argentina, todas las buddy movies del mundo- en dicha serie, como en “Fuera de control”, se siente el hálito de lo verdadero en la franqueza reveladora de lo apócrifo, aquella nitidez estúpida de las mejores novelas chilenas.

 
pop & ficción, notas al azar, work in progress y crónicas inmediatas by bisama

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