comelibros
Wednesday, December 13, 2006
  un gran libro de cuentos

Villa Grimaldi, la antología de cuentos que publicó Augusto Pinochet durante el gobierno de Allende es un hiato destacable en su producción. Las razones son varias: por un lado venía a romper el silencio en que se había sumido el autor desde principios de la década de los 50; segundo, señala su compromiso con el gobierno de la Unidad Popular; y tercero, daba muestras de una versatilidad de estilos y un aprendizaje de las técnicas narrativas inaudito en un autor de su edad. Ya entrado en la cincuentena, Pinochet adscribe estilísticamente a la corriente de los novísimo narratore, como señalaría Cedomil Goic en su periodización de la literatura latinoamericana. En Villa Grimaldi hay ecos de la literatura beat yanqui, del gesto antipoético parriano y hasta retazos del compromiso social de la generación del ‘38. Publicado en 1971 resulta ser un texto que entra en perfecta sintonía con los de los autores más jóvenes como Tiro Libre de Antonio Skármeta y Concentración de bicicletas de Carlos Olivarez. Mirado en relación a su época, los cuentos de Pinochet dan cuenta de la estética paulista que vino a imperar en las formas de representar el mundo para los narradores chilenos, después de la reforma universitaria.

Pinochet crea viñetas vívidas de la época y para eso se sirve de los recursos que tenga a mano: la corriente de conciencia en “Chasqui”, la historia de un universitario prostituto torturado por su amante; el juego con los márgenes en “Yupanqui”, donde una mujer de clase popular narra detalladamente los abusos a los que la somete su patrón; el recuento bibliográfico en “Sales de baño” trata de la imposibilidad de un adolescente de encontrar la foto de su padre, para luego enterarse de que es uno de los asesinados en la masacre del Seguro Obrero. Heterógea, la antología trabaja con la idea de la formulación de un paisaje urbano y no se priva de las citas al contexto. Desfilan desde alusiones a la música popular (la Nueva Ola, el primer disco del Pollo Fuentes, los pretty faces criollos) hasta juegos/homenajes literarios donde se hace referencia a la cultura beat (en “Máquinas parlantes” hay un largo diálogo de Lawrence Ferlinghetti con Allen Ginsberg en la librería City Ligths de San Francisco, donde éste refiere sus experiencias en un Santiago de Chile gris, donde aún rondaba el criollismo) pasando por guiños políticos de compromiso con la izquierda (epígrafes sacados de discursos de Allende, Mario Palestro y Edwin Juica).
“El color del canario” es el cuento más logrado de un libro tan sólido como necesario.
En dicho relato se mezcla la obsesión por la modernidad del autor con sus resabios militares. Las vicisitudes de Cayo C., un soldado expulsado del ejército por conducta indecorosa operan a nivel simbólico como señas que remiten al desmoromiento institucional chileno. Cayo C. no sólo es expulsado del ejército sino que participa activamente en un proceso de sedición de las tropas.

Las citas a Patria y Libertad y el asesinato de Schneider apenas están diluidas en la trama y la escritura templa con vigor la melancolía: “Cayo miró por los barrotes al pelotón que hacía sus prácticas de guerra en el patio, esa mañana. Recordó que le gustaba ser uno de ellos y que disfrutaba de participar en esas maniobras. Se sentía parte de algo en ese entonces, reflexionó. Acercó su cabeza al agujero infecto que llamaban ventana y escuchó los gritos de odio a Perú que entonaban los conscriptos como único mantra mientras pensaba en la compleja trama que lo había llevado a donde estaba, en cada uno de sus meandros de sangre y odio. Siguió mirando por la ventana un rato. Cuando se cansó de la visión se tiró en el colchón pulgoso que hacía de cama. Deseó tener un cigarrillo…”


*No sé si posteé esto antes. Me da la lata revisar. Lo que importa: escribí esto hace la pila de años. Quedó como material no incluido en "Caja Negra", lo rescataron los amigos pirómanos de Lanzallamas y, ahora, por razones obvias, tiene su enésimo relanzamiento acá y en el portal amigo de ucronistas.
 
Sunday, December 10, 2006
  14: 15

Sí vi a Pinochet, una vez, en todo caso. En Villa Alemana, en la infame pero delirante década de los 80. Tenía como 11 o doce años, tal vez menos y estudiaba en una escuela pública. Villa Alemana es un pueblo que queda a 25 kilómetros de Valparaíso. Es cierto que ahora parece una pequeña ciudad, pero para mí siempre va a ser un pueblo. Pero ese no es el punto. El punto es que Pinochet visitó Villa Alemana y todo el pueblo paró, cambió su rutina por la visita. A los escolares nos obligaron a ir a ver al dictador. Recuerdo que mis padres me dijeron que no me metiera en huevadas, que tuviera cuidado. No sé por qué, creo, estaban en la casa ese día. El punto es que a las diez de la mañana se supendieron las clases y nos llevaron a un inmenso sitio baldío que quedaba detrás del gimnasio Luis Cruz Martínez (donde alguna vez tocaron los Prisioneros) y que colindaba, separado por un estero mínimo, con el hogar de menores de donde alguna vez había salido Miguel Angel Poblete, el vidente al que se le aparecía al Virgen. Recuerdo nítidamente el lugar: una cancha de fútbol llena de señoras de Avanzada Nacional que les regalaban carteles a los niños. Policías al por mayor. Pequeños funcionarios municipales controlándolo todo. Francotiradores apostados en los techos vecinos: las siluetas recortadas sobre el cielo de gente que no soltó nunca su rifle, preparados para cualquier cosa. Sonidos de walkie talkies. Sonidos de unos parlantes que transmitían música chilena. Sonidos de proclamas. Sonidos de un espectáculo pobre, porque la cancha nunca estuvo llena, nunca hubo más gente que profesoras obligadas a ir por contrato, que un pequeño ejército de alumnos que capeaban clases felices y que no entendían demasiado. Había polvo, esa clase de polvo pegajoso que se levanta con el sol de las doce, un polvo pesado, tierra suelta de pichanga de barrio, que se pega al cuerpo y te hace sentir sucio. No sé cuanto duró. Pinochet llegó en algún momento. Era más pequeño de lo que yo pensaba. Se bajó de un auto y se acercó caminando desde una tarima. Recuerdo que se detuvo para hablar con unos niños pequeños. La gente no estalló en el histerismo, de hecho todo lucía calmado, como una operación que va sobre ruedas. Recuerdo que estaba más o menos a cinco metros y que me pareció asombroso que todo fuera tan tranquilo, que estuviera, por decir de algún modo tan cerca de Pinochet. Era bajito o yo creo que era bajito. Encorvado. No sé si iba de civil o militar aunque tal vez eso no importara. Se veía distinto que en la televisión, más viejo, más triste, más fofo. Pero no provocaba pena, ni empatía. Uno no lo sentía cercano. Recuerdo que Bielsa, el canciller argentino, dijo en una entrevista que Bush Jr., en la cercanía irradiaba algo especial, una suerte de energía muy particular. Era la suerte de radiación del poder, creo. Pinochet no irradiaba nada, no me decía nada. Recuerdo que la visión de Pinochet duró medio minuto y que la sensación de que alguien podía dispararle y salir corriendo. Pensé eso pero duró un segundo: me acordé de los francotiradores, de los pacos, de los infinitos funcionarios. Por eso la calma de Pinochet, su seguridad, su movimiento lento por la cancha de tierra, como si no levantara polvo, como si fuera una serpiente escondida en el pasto. Eso duró unos segundos. Luego Pinochet siguió caminando, yo me junté con mis compañeros y nos dedicamos a destruir los carteles de Avanzada Nacional y a golpearnos con los palos de madera que los sostenían. Éramos unos brutos, por ese entonces. Recuerdo que esa tarde volví a la casa y almorzé. Después salí a andar en bicicleta. Pinochet se había ido del pueblo: las calles estaban sucias, los panfletos a sus favor, las challas, la sensación de que todo había terminado y que solo quedaba la basura, las soledad y el aburrimiento de la provincia.

*Fragmento de “Kung Fú”, un texto sobre Nicanor Parra, aparecido en el Especial Parra de The Clinic,

 
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