comelibros
Friday, August 05, 2005
  La Familia



Germán Marín es nuestro escritor más freak: Ballard mezclado con Proust más pequeñas dosis envenenadas de Droguett. Aquí, la columna del Mercurio del día de hoy con el bonus track de la crítica del mismo libro que escribí en la Tercera a fines del 2001 o principios del 2002. Una reseña y su secuela varios años después. Como el Padrino y el Padrino 2. Esa onda.

Uno: lo de hoy.

Compré “Lazos de familia”, de Germán Marín de nuevo. Lo encontré en saldo, a un precio irrisorio, perdido en algún limbo. Puede que tal vez ese sea el destino de ciertos textos que aspiran a un público algo secreto: convertirse en secretos también, mientras se pierden en la marea de los días para que alguien los encuentre de nuevo. No sé por qué lo compré. No me atrajo la horrible portada –que parece la de las confesiones eróticas de una abuelita- sino el recuerdo de que hace años atrás el volumen me había parecido una caja de herramientas rotas hecha con pedazos de memoria sueltos, relatos sin destino, postales de ninguna parte. Me gusta “Lazos de familia” por eso tal vez. Por el desorden, el desparpajo, la nostalgia. En esa colección de imágenes –recolectadas a través de los años, con cierto azar- que Marín comenta su prosa adquiere cierta comodidad, cierto goce burlesco. Experto en la tensión entre memoria privada e historia pública, el autor se siente a sus anchas, hace comentarios peregrinos mientras saluda a todas sus banderas perdidas. En algún recodo anota: “la historia, a pesar de su infinito egoísmo, sabe a veces, al igual que la resaca del mar, devolver los desechos a la playa ayudándonos a recuperar parte de los antiguos naufragios, aunque sean astillas...”. Tiene razón. En su “álbum de recuerdos privados” la historia y la memoria aparecen como ramalazos de luz o de sombra; son ficciones que son en cierto modo objetos rotos. Marín, experto en narrar sus cameos como extra en el melodrama idiota de nuestro pasado, logra en “Lazos de familia” urdir algo más que una pequeña peineta para ordenar sus canas y encontrar los parecidos entre su confuso presente y aquellas fotos suyas –en blanco y negro, borrosas, amarillas- del pasado. Especie de biografía oblicua, el libro es una obra en clave que combate al tiempo y lucha contra el olvido. Porque Marín sabe que el tiempo es el último enemigo y que la literatura el último recurso contra él. Por supuesto es una ilusión. El tiempo siempre devora a sus hijos: los recuerdos se trizan y se pierden, los libros dejan de leerse. Y Marín en algo se parece en eso al narrador sin nombre, impreciso y trágico de “Las vírgenes suicidas”, aquella novela corta de Jeffrey Eugenides que es tal vez una de las mejores obras americanas de los últimos veinte años. Se parece a ese narrador anónimo y patético que contempla extasiado los recuerdos que dejaron cinco adolescentes hermanas y muertas: objetos empacados y numerados como piezas policiales en una vieja casa en un árbol, souvenirs al azar de una tragedia innecesaria. Ese narrador desconocido –que puede ser la memoria de un pueblo completo- escribe para que la literatura devore al tiempo, supere a la muerte, restaure la belleza y desplace por algún momento el horror vacui. Por supuesto, es un esfuerzo fútil. Porque, se explaya al final, “seguía habiendo huecos, espacios vacíos de formas extrañas, delimitados por todo lo que los rodeaba, países que no sabíamos nombrar”. Eugenides y Marín no se parecen en nada pero cuando leo “Lazos de familia” no puedo dejar de pensar en todas esos fetiches secretos que son pistas del enigma y la tragedia de Eugenides. Porque puede que tal vez el relatar y leer no sean más que sistemas secretos donde se ordena lo inconfesable y se otorgan rasgos épicos a lo familiar, lo cotidiano, lo nimio. Donde todo -los pequeños pedazos que guardamos del pasado- de alguna forma termina por adquirir sentido. Hay harto de desesperación en eso, hay también un poco de alegría.

Dos: Lo del 2001.

Germán Marín es el último de nuestros escritores malditos, sin que eso sea necesariamente algo bueno. Poseedor de una prosa enfermiza, afiebrada por las contracciones del pasado reciente del país, ejecutó durante los noventa la vieja ecuación sexo/violencia en textos como "Las cien águilas" "Conversaciones para solitarios" o la imprescindible "El palacio de la risa", para salirse de madre definitivamente el año pasado con "Idola". Ese era un texto hardcore que jugaba a espantar burgueses con una fábula retorcida de pornografía clandestina y nostalgia geriátrica. Con la presente "Lazos de familia", Marín parece haberse suavizado aunque en el fondo, sigue jugando a lo mismo. Se trata de una serie de crónicas escritas como palimpsestos sobre viejas postales, para presentar fragmentos de su propia memoria. Cada narración está acompañada de su imagen respectiva y ahí concurren las obsesiones típicas del autor. Están el goce del voyeur, la amargura provocada por el fracaso de las utopías, cierta melancolía por el pasado y una airada rabia por el presente. A Marín se le ama o se le odia y este es el libro perfecto para tomar dicha decisión. "Lazos de familia" es un texto veloz, un portafolios que puede ser leído como una novela sin historia pero, contradictoriamente, llena de Historia. La memoria de Marín es como la de todos: epifanías nerviosas, momentos olvidables, ideas ingeniosas y la certeza de haber sido superado a veces por la velocidad de las cosas.

 
Thursday, August 04, 2005
  futurama

El comentario siguiente apareció en “Revista de libros” del Mercurio, en una versión mucho más pequeña. Aquí, la versión original de la crítica a una de las mejores y más idiotas y más lúcidas novelas de ci/fi escritas en los últimos años. Pynchon + Dick + Tolkien + Asimov + Disney. Inevitable..


Un tiburón blanco mutante acechando en las alcantarillas de Manhattan. Una epidemia que mató a todas las personas de raza de negra del mundo, salvo a aquellas con ojos verdes. Una red de conspiraciones trazada desde Disneylandia. Media docena de veteranos de guerras imposibles. El robo de la Gioconda. Una revuelta androide. Bombas. Terremotos. Literatura de desastre. Unos cuantos mitos de los mass media. Los Estados Unidos del año 20023 como una especie de parque temático de toda la cultura pasada, un lugar imposible y cercano, delirante y entrañable. Y, por supuesto y además, unos cuantos héroes disléxicos: la hija radical de una monja feminista, los tripulantes de un submarino ecologista pintado de modo lisérgico y llamado Yabba-dabba-doo, y un millonario agarofóbico empecinado en construir rascacielos.
Todo lo anterior son las coordenadas de “Alcantarillado, gas y electricidad”, novela de Matt Ruff que data de 1996 y que recién ahora se distribuye en español y que, por supuesto, no está nada de mal. Ruff escribe una especie de ciencia ficción satírica que no tiene nada que envidiarle a grandes obras del género (“Marciano, vete a casa” de Fredrick Brown o “El programa final” de Michael Moorcock) pero que además lo supera a presentar un fresco narrativo que cohesiona perfectamente mitología mediática, literatura clásica y ciencia ficción de vanguardia.
Armado como un rompecabezas de pequeñas viñetas que poco a poco se decantan en varias grandes aventuras (un combate naval de proporciones, una investigación policial, una rebelión cibernética), unidas al final en una especie de apocalipsis de bolsillo –con terremoto incluido- , la novela se presenta como una máquina narrativa donde la cita culta se expone al ridículo y el folletín más clásico es readaptado en clave subversiva. Una confusión de géneros, formatos y estilos: leyendas urbanas leídas como estética o historia posmoderna, una mezcla que Philo Dufresne, capitán del Yabba-dabba-doo, y riguroso autor inédito de –¿cómo no?- una novela-río inconclusa, explica con claridad y desazón: “me siento todo lo bien que se puede sentir el comandante de un submarino defensor del medio ambiente, negro y menonita, incapaz de escribir un sustantivo sin agregarle al menos dos adjetivo, y cuya hija desea incendiar el museo del Louvre”.
Eso porque así puede llegar a verse el lector a ratos: perdido pero alegremente confuso, navegando entre fuentes tan disímiles como Tolkien, George Lucas y Ayn Rand, una filósofa liberal que aparece en la novela en una versión holográfica y portátil y que discute de ideología, capitalismo y valores con los personajes. Pero en quien más se fía el autor y a quien siente más cercano es Thomas Pynchon (autor de “otro libro gordo”, “aquel tipo al que nadie había sacado una foto”). Así, “Alcantarillado, gas y electricidad” cita alternativamente a “V” y “La subasta del lote 49” con ternura fanática: conspiraciones que esconden conspiraciones, misterios inverosímiles, secretos que en el fondo son idiotas o no son nada.
Autor extraviado en un futurismo pop, Ruff imagina el año 2023 con esa ironía delirante que sólo era posible en la mitad de la década de los 90, cuando se imponía en la cultura cierto milenarismo histérico que iluminaba productos culturales tan disímiles como “Los expedientes secretos X” o “Transmetropolitan”, cómic de culto de Warren Ellis. Un milenarismo que después del 9/11, de las guerras mediales de Irak y Afganistán es imposible sostener ahora, en nuestro presente. Por eso, tal carnaval de ficciones desatadas se agradece: su futuro es un recuerdo de los códigos alegres de nuestro pasado, de esa liviandad que Calvino colocaba como atributo de las ficciones futuras, mordaz y naïf a la vez, una especie de paradoja temporal sólo posible por medio de la literatura.
"Tiene un poco de pastiche, como representar un cuento de hadas con animales disecados y los objetos que hay tirados sobre el dormitorio”, dice uno de los personajes refiriéndose a uno de los innumerables inventos diseminados en el relato, pero también y tal vez a la novela completa. Como Philip Dick, Ruff escribe sobre los destinos fabulosos de seres invisibles, sobre el caos que da paso a la maravilla, sobre la idea retorcida –o melancólica o febril- de que cuánto más nos alejamos hacia el futuro remoto más nos apuramos en narrar, lo que sucede a la vuelta de la esquina o –peor o mejor aún- a centímetros de nuestras narices.

“Alcantarillado, gas y electricidad”, Matt Ruff. Salamandra, Barcelona. 2004.
 
Tuesday, August 02, 2005
  p gonzalez

Uno. Cuando yo tenía como 15 o catorce años Pato Gónzalez era Dios o mejor dicho, nuestro Jack Kirby particular. No era broma. Recuerdo haber leído todos esos aquellos viejos ejemplares de Trauko o Bandido para buscar en sus páginas las extrañas historias de González. Una o dos páginas, cuatro a lo sumo, con ese puntillismo hipertrofiado que recordaba al Druillet de los 70 o a Andra Pazienzia cuando se ponía aplicado. Las historias de González no se entendían mucho pero sus dibujos mataban. Junto con Jucca eran los dibujantes más talentosos de esa vieja y gloriosa y delirante fiebre del cómic chileno. Y por supuesto, desaparecieron, se perdieron con él. Se convirtieron en leyendas. Jucca se volvió un maestro de las parodias, sacrificando el preciosismo en aras de gag siguiente, cambió el cronismo por el chiste, la perfección gráfica por el éxito comercial. Se entiende. González, en cambio, desapareció. Se perdió en Valparaíso o en sí mismo, se volvió el artesano de unas postales imposibles del puerto. Y nadie le ha reconocido demasiado su legado: su dibujo ha sido filtrado por los stencileros y los graffiteros del puerto tal y como lo fue el Vaughn Bodé para los neoyorkinos en los setenta. Puede ser. Debajo de mi casa, en Urreola, los graffitis citan a González con cierta insistencia: pedazos de un naïf irónico, figuras dobladas, cierta elegancia metálica. Todo está ahí: la anotación a pie de página de una ciudad que no sabe como dibujarse.

Dos. Pienso en todo lo anterior mientras me siento con Gonzalez en el Riquet y nos tomamos una café y Gonzalez saca una carpeta y me muestra su actual trabajo. Y miro. Y tomo nota. Porque Gonzalez me cuenta cosas. Me dice que está metido en un álbum que tiene como 40 páginas y que debe terminar este año. Que eso trata de una casa embrujada en el Cerro Toro, donde vive. Que sus monos son locos, son raros. Que hace fondos para animación. Que en esos fondos lo dejan dibujar casas a su estilo. Que tiene un pequeño hijo de más de un año. Que trabaja de madrugada porque es la hora más tranquila. Que se demora una semana por página, si es una semana productiva. Que ya no ocupa tinta china: usa lápiz pasta y grafito, que alguien se lo pasa todo a scanner y que ahí manejan el color, los contrastes, los negros. Que ni siquiera bocetea: que todo sale o no sale de inmediato. Que en cierto modo está obsesionado con esa historia de la casa embrujada a la que vuelve una y otra vez: sus dibujos son de dos tipos; de personajes o apuntes para esa casa que aparece retorcida, inclinada, como si estuviera viva. Que el personaje de la historia es un tipo narigón. Gonzalez me muestra diversas imágenes de él: hay algo de francés pero también un gesto muy chileno en su rostro, una gestualidad porteña como si la docilidad del trazo cediera a cierta rugosidad, todo despachado en un par de líneas, en pequeñas rayas por aquí y por allá, llenando el blanco, convirtiéndolo en otra cosa, consiguiendo esa profundidad que ni las mejores fotos de Valparaíso –pienso en Sergio Larraín- pueden lograr.

 
Monday, August 01, 2005
  un mundo maravilloso
Una vieja crítica a Michael Chabon y "Las asombrosas aventuras de Kavalier y Clay". Sana envidia: Pancho Ortega subió su texto sobre Chabon y aquí va el mío. No es inédito. Salió en la Tercera, hace años.

En su novela anterior, “Chicos prodigiosos”, Michael Chabon hacía un sentido homenaje a los escritores de clase z que se gastaban la vida narrando fantasías baratas con el decoro de quien sostiene un gran arte. Ahí Chabon (1964) colocaba como contrapunto para la odisea vital de Grady Tripp, el conflictuado protagonista/escritor, a un tal August Van Zorn, un autor de ciencia ficción y fantasía que se ganaba la vida en revistas de tercera y que nunca llegó a ser legitimado por el gran público. Van Zorn actuaba de manera simbólica: era la metáfora de la escritura como una peste solitaria que devastaba a sus portadores a la vez que les otorgaba su motor vital, su única fuente de dignidad.

En “Las asombrosas aventuras de Kavalier y Clay” (Premio Pulitzer 2001) Chabon insiste en lo mismo pero por otras vías: los procesos creativos de dos autores de cómic desde fines de los 30 hasta la mitad de los 50. Ambientado en Nueva York, el texto se centra en la vida de estos dos jóvenes judíos: Joe Kavalier, mago aficionado cuyo mejor truco es haber huído de la Praga nazi, y su primo Sammy Clay, devorador insaciable de pulps e historietas, que por cosas de la suerte (y copiando a Superman) inventan al Escapista, un superhéroe en perpetua guerra con Hitler y sus esbirros. A partir de esa obra ficticia el texto narra la evolución del cómic en el período y la vida de sus autores (se enamoran, se vuelven locos, se funden con sus personajes, son estafados, pierden el rumbo y lo reencuentran) en medio de un paisaje alucinante: se incluyen cameos de Dalí y Orson Welles, un Golem, la guerra inminente, el despertar del deseo, la exploración artística en un medio subvalorado como la historieta y el genocidio como un horror sordo pero inevitable.

De este modo, con referentes reales (Houdini, Jack Kirby y Will Eisner) el autor arma una novela de época que se puede leer en muchos niveles y cuya trama es un tejido de citas que se enlazan para formar un todo consistente, una brillante máquina narrativa cuyo peso simbólico (se puede leer como un cómic sobre superhéroes en el mundo real), ético (un memorial del Holocausto) o político (una denuncia los abusos de grandes trust como Marvel o DC Comics para con sus creadores) no anula el literario.

En esta oda a la cultura pop, Michael Chabon logra establecer una propuesta estética –como la August Van Zorn con Grady Tripp en su novela anterior- que revisa el rol de la ficción en las sociedades modernas. “Las asombrosas...” lo expone con una integridad enternecedora en los gestos de dos personajes entrañables: dos historietistas a los que el mundo, sin que lo quisieran se les termina transformando en algo parecido a sus comics. Un lugar –y ahí radica la fuerza narrativa del texto- insostenible, increíble y triste. Casi siempre maravilloso.

 
Sunday, July 31, 2005
  the geisha way

(una crítica camp perdida en el limbo. Lejos la máz bizarra crítica de libros que he escrito jamás. Un viaje al centro de las noticias del año 2002)



Sórdidos detalles

uno

Sugerencias/comentarios sobre la posible película: 1)Director: desde un punto de vista técnico, aquí radica el principal problema del proyecto. La mirada de los directores chilenos rara vez se pliegan a historias ajenas y cuando sucede (Caiozzi con Donoso o la versión pinochetista de “El último grumete”) salen de ahí films híbridos, que no se deciden por la fidelidad al texto literario o la efectividad de una narración. Aún así pueden surgir algunas propuestas: a)una versión existencialista transexual tipo Pepe Maldonado que colocaría énfasis en la iluminación nocturna de Osaka y las escenas de karaoke; b) una interpretación pop/populachera de Cristián Galaz con énfasis en el tono documental, locaciones en la Casa de Cena y momentos de soledad desesperada en la mansión de Chicureo, como en la segunda historia de “El Chacotero sentimental” y la secuencia de la modelo en “Amores perros”, con toques más o menos degenerados a lo Polanski en “Repulsión”; c) un film explotaition tipo Gonzalo Justiniano, una opción sencilla que implica limitar la acción a escenas de sexo softcore, interpretaciones simbólicas de la transición chilena y el uso indiscriminado de canciones de UPA!, d) una biopic en off que se refiere a la marginalidad como “lacra”, explicaciones sicologistas del carácter humano y -aquí está la clave de esa idea- una larga entrevista a Anita Alvarado al final; e) un revisión desde el punto de vista del falso glamour social a lo “Todo por nada” de Alfredo Lamadrid que incluiría -además del abaratamiento de costos de grabar en video y luego pasar a 16 mm- largas escenas en el “Delirio caribeño” con pantagruélicos banquetes hechos de comida falsa, una que otra escena grabada en Patronato simulando Japón y la inclusión de actores de teleserie en desgracia como Fernando Cliche o Sonia Viveros para los protagónicos, y f) un telefilme directo para TVN dirigido por Marcos Enríquez Ominami, con guión de Rafael Gumucio: una película correcta, sin demasiado ritmo y cuyo plus sería la inclusión de políticos famosos del bloque PS/PPD(Carlos Ominami, Guido Girardi, Nelson Avila, entre otros) en los momentos en que Anita Alvarado, antes de irse a Japón, ejerce la prostitución en Chile y toma contactos con el poder y la policía local. 2)Actores y actrices sugeridos: Carolina Arregui como Anita Alvarado, Daniel Muñoz como el “Pelao” y Luis Alarcón como Yuji Chida en los protagónicos. Respecto al resto: las compañeras prostitutas podrían ser interpretadas por Catalina Guerra, Blanca Lewin (en el rol de la Marcela, la chica fugada de su tratante de blancas), Ana María Gazmuri, Francisca Imboden y otras. En el rol de la Queca, la cabrona, Soledad Perez estaría bien. Respecto al rol del Antonio el ganster/cafiche chileno la decisión correcta sería Francisco Melo. Para Yudo, el anciano obseso, Fernando Farías estaría impresionante. Para los otros roles: el cast completo de Los Venegas para la familia de Anita y, en las tomas referidas a Chicureo y el “Delirio Caribeño”, José Secall -que hizo el papel de cubano/chicano en “Fuera de Control”- estaría ad hoc en la pantalla como el Juan. Ojo: no debería descartarse la aparición de la misma Anita Alvarado en algún cameo o secundario (¿una de las agentes que interrogan a Yuji Chida hacia el final?). 3)Banda sonora: a)Score: música incidental a cargo de Cuti Aste que mezclaría ritmos tradicionales japoneses con cumbias y sonidos industriales a los Dust Brothers en “El club de la pelea”: samplers de parejas teniendo sexo, camas moviéndose, ruidos de látex estirándose, copas brindando ubicados a modo de loops y beats para lograr la sensación de una especie de sinfonía industrial/sexual. B) Canciones incluidas: “Shimauta” en la versión nunca editada de Willy Sabor; “James Bond” por Pizzicato Five; uno que otro tema de Cibo Mato; canciones de g-pop interpretadas por ninfas adolescentes vestidas a lo Twiggy y ciertos aires de comics lolikon; “Two Virgins” de John Lennon/Yoko Ono; clásicos de La Sonora Malecón, Tommy Rey y los Hijos de Putre (“Maní Tostado” y “El Curanto”); “Funky Blue” de René de la Vega; y como versiones raras a manera de plus: “Mr. Roboto” por Luis Jara y “I´m not in love” por Irene Llanos en dúo con Andrea Tessa. Como tema central se propone una canción de Juan Carlos Duque interpretada por la mismísima Anita Alvarado (apertura y promoción) y “El viejito lolero” de Hirohito al cierre y en los créditos para dar mayor énfasis a la imagen de Yuji Chida entre rejas y mirando en un primerísmo primer plano la cámara. -Nota de producción: ¿Las escenas en Japón deberían estar rodadas en Japón o se recurriría al viejo truco hollywoodense de hablar el idioma con acento nativo? -Nota de producción: en el caso de conseguir financiamiento ¿se podrían utilizar los escenarios reales en Chile? -Nota de producción: ¿incluir la escena donde a Anita se le revientan los implantes de silicona?¿demasiado gore para un film con vocación masiva? -Nota de producción: inclusión de un epígrafe antes de los créditos: “He aprendido todo lo que hay que saber del amor. Sórdidos detalles a continuación”. Ashes to ashes. David Bowie.

dos

Admitámoslo, la vida de la Geisha chilena, parece una película filmada con la velocidad de un producción a bajo costo que logró, milagros del mercado, conseguir un ícono pop para el nuevo milenio. En ese sentido “Me llamo Anita Alvarado” como libro reelabora el género del testimonio con una habilidad comercial inusitada en el campo cultural chileno. Producto de consumo masivo, narración biográfica con secuencias de sexo duro y manual camp de liberación femenina, el texto indaga en la biografía de su protagonista para complejizarla desde el punto de vista afectivo. Ya sabemos el qué, repetido hasta el cansancio por su propia heroína en cada programa de televisión al que ha sido invitada: Anita Alvarado fue prostituta en Japón para llegar a convertirse en la más deslenguada diva criolla en el plazo de unos cinco años. El texto indaga en el cómo: la transformación de una madre soltera sin idea de la palabra “anticonceptivo” a una cortesana profesional que confiesa no haber tenido orgasmos con un hombre. Todo contado a chuchada limpia, en una estética mitad descarnada, mitad sensacionalista. Aún así -y eso es lo mejor- “Me llamo Anita Alvarado” es un libro complejo porque la Geisha en términos literarios es irreductible al escándalo del momento. Sufre y encarna contradicciones: vende su cuerpo para alimentar a su familia completa, justifica su pasado y sus confesiones por amor a sus hijos, no se arrepiente de nada aunque es evangélica (incluso convierte a algunas asiladas en el país del sol), se asume como dueña de su cuerpo pero es violentada regularmente por su marido nipón y estafada y engañada por un amante cubano que le roba hasta el Viagra. Anita Alvarado juega así, en el libro, a enturbiarse más que aclararse. Su biografía establece una relación inversamente proporcional entre la felicidad de su protagonista y sus sacrificios paulatinos. La mujer es a la vez una mártir y una heroína agresiva. Padece y provoca. Sufre y se venga haciendo que el lector asista a este espectáculo con la convicción ambigua de un morbo a la chilena establecido con la misma distancia que hay entre un cliente de un café con piernas y una chica en paños menores: se mira pero no se toca. Lo interesante es que en el libro esa dicotomía da pie a su costado más poderoso, que es el de recusar la moral nacional. Anita Alvarado, a la que los medios han transformado en una especie de bicho raro con autorización para decir lo que sea, se vuelve acá una figura de carne y hueso; más triste que seductora. No hay glamour sino melancolía. Una melancolía entretenida por cierto. Anita es rápida y furiosa. Heroica en un sentido torcido de la palabra y narra (o el ghost writer contratado ad hoc por Ediciones B, un escritor fantasma efectivo que cumple su labor: crear un la voz de un personaje que se identifica con el rostro de las portadas, hacer funcionar esa voz como una marca de fábrica, deslizándola en tanto testimonio) en un lenguaje que juega a la carnaza y, para dar un tono documental, inserta uno que otro garabato (mejor que en “Mano de obra” de Diamela Elit, por cierto). Resulta creíble: la exhibición que Anita ejecuta en la portada mostrando un pecho -fría y servicia pero impenetrable e irreductible, insumisa- también impregna el tono de la narración. Terminamos por creer que se la juega. Que se expone emocionalmente en un nivel que linda con la pornografía, pero sus sórdidos detalles no son sexuales. Son políticos: presentar las contradicciones de la modernidad del país. Anita es global en el peor sentido de la palabra. Es basura pop pero es nuestra basura. Divertida. Entrañable y conmovedora. Una vida real que ella misma asume como película delatando la vocación de una estrella triste que sabe su vida merece ser contada. Como la de todos. El clímax del libro no puede ser más violento: Yuji Chida la golpea brutalmente en la suite presidencial del Sheraton a la vista y paciencia de los amigos de Anita. Nadie hace nada, incluido Juan, su amante. Ella piensa: “Puta, yo debería ser directora de cine y poner a todos los personajes tal como estábamos esa noche en la suite del Sheraton, porque a mí esa película nadie me va a hacer olvidarla”.


 
  elefante
(ahora que viene "Last Days", la memoria extraña de una película polar: Elefante, de Gus Van Sant)

-1-

La pepleja quietud de la belleza. Un asesino que interpreta una obra de arte, mientras otro asesino juega video. En el juego, los personajes son masacrados por la espalda, en algo parecido a un desierto. Parece casi real. Como el cine. Dura unos minutos. La cámara da vueltas. No sucede nada. Los dos asesinos son dos adolescentes. Todavía no son asesinos. El que toca el piano lo hace de manera perfecta hasta el final, donde quiebra la melodía, donde todo explota por un segundo y vuelve al silencio. Pienso en una de esas parábolas judías o chinas -da lo mismo, no importa, hay en una suerte de conexión entre la iluminación budista y el pensamiento rabínico respecto al sentido y la inestabilidad del universo- donde un arquitecto planifica una casa o un edificio y luego, en algún lugar, deja una mácula que borra toda perfección, que es por supuesto le es adjudicada a Dios. Suena a cábala. Puede que lo haya leído en Borges. Puede que también haya sido en un cómic. No importa, está ahí, en “Elephant”, donde una disonancia rompe la melodía, donde la narración se edifica de manera perecta para mostrar el silencio, donde documental es ficción y la ficción es documental. Cuñas en la estructura de las cosas. Un colegio en llamas, la llegada de lo inesperado: la realidad es en realidad realismo mágico.

-2-

Que tengas un buen día. O algo así. Me gusta Gus Van Sant. Compré su novela “Pink” y la dejé perdida por ahí. Me encantó el cameo de Burroughs en “Drugstore Cowboy” del mismo modo en que Will Hunting manda todo a la mierda y se lanza a L.A. a buscar a su novia inglesa mientras Robin Williams sonríe pero con una sonrisa quebrada, vieja, una sonrisa que proviene del alivio momentáneo del dolor. El final es el mismo al de “Mi mundo privado”. Una carretera. Alguien perdido que ha encontrado algo. La juventud como una especie de condena angélica. La belleza o la inteligencia como dones que se pagan caros. El lado B, el lado Z de las ciudades: un camino rumbo a la nada. En “Good Will Hunting”, Matt Damon se salva y sigue en marcha. En “Mi mundo privado”, River Phoenix se va a la mierda. Es lo contrario pero es lo mismo. El juego especular entre el under y el mainstream. El futuro y la carencia de futuro. Que tengas un buen día. Vete a la mierda. Lo mismo. El cine como un mensaje que intuye su contrario, que dice que lo que dice no es lo que dice: la opacidad como una virtud inherente a la belleza. No saber nada es saberlo todo. Desmontar a Hitchcock para darse cuenta de que es imposible desmontar a Hitchcock. Van Sant como Pierre Menard. La obra maestra de uno es una escoria en las manos de otro. La escoria es un camino a la sabiduría. Borges de nuevo. Borges que ronda por ahí: lo dijo todo antes de que el resto lo dijera todo. Como Van Sant. Como el opuesto de Van Sant. Que tengas un buen día de mierda.

-3-

Fuga. En “Elephant” el silencio ronda el horror. Imposible no pensar en el adjetivo “glacial”. Un pavor glacial. Un terror frío. Cercano. Algo que leí en Neil Gaiman, tal vez Sandman: despiertas del sueño y te miras al espejo, al principio te reconoces, luego no, el espejo se deforma y mientras te quedas quieto, tu imagen se mueve sola. Eso me pasa con “Elephant”: el horror helado de una imagen que se mueve sola. Que es cercana pero que a la vez se escapa. “Elephant” como una digresión hacia la violencia, una fuga que se parece a las novelas finales de Adolfo Couve donde el autor acelera y choca, se estrella contra sus propias limitaciones y ofrece la trizadura de su mundo. En “Elephant” pasa lo mismo. Van Sant acelera y choca porque evita ofrecer catarsis, evita sancionar la violencia desde cualquier lógica narrativa. Elias, en el filme es una versión minimal de Dennis Hopper en “Apocalipsis ahora”: fotografía el horror pero el horror se parece simplemente a un retrato. Una foto que se mueve sola hacia otro lado, que se escapa hacia el hacerse irreconocible. Elias saca fotos, pero no ofrece soluciones, no consigna nada. No es epifánico, a lo más documental. Es la distancia entre la tragedia y el relato literario. Van Sant opta por filmar de manera más literaria que dramática: minimalismo, Carver, Cheever, Chejov, Heminghway. Piglia: un cuento cuenta otro cuento en secreto. Más Borges: en ese cuento secreto, el subterráneo, Borges lo convierte en el centro de la trama. Un mundo que come a otro. Los video games que infestan lo real. No hay tragedia. No hay catarsis. No te la pasas bien observando todo eso. No hay heroísmo, sólo sacrificios. “Elephant” como algo homérico al convocar una hecatombe que no sirve para nada. Los dados están echados. Los dioses no existen o, en cualquier caso, están locos. Como en “Preacher”, Dios ha abandonado su puesto para huir de sus temores. Se ha tomado unas vacaciones.

-4-

Realidad. Con Carla fuimos a ver “Elephant” en Viña, después de pasear por un mall, en los mismos momentos en que Massú y Gonzalez disputaban la final olímpica. Se nos olvidó eso. Pasamos por el Cine Arte y simplemente entramos. Eso fue todo. Vimos la película y salimos. Helados. Afuera la gente celebraba. Había banderas chilenas por todos lados. Gritos. Algarabía. Por un momento no entendimos nada. Fueron cinco minutos eternos que duraron hasta que tomamos un café, hasta que nos sentamos. La película estaba teñida de silencio. Afuera había solo ruido. Imposible no comparar los escenarios, imposible no pensar en las imágenes contrapuestas de la alegría nacional y la masacre cinematográfica. Pienso en esos cinco minutos de frío. Frío intenso. Polar: caminar por las calles de Viña como si todo fuera una película que se nos había escapado, que no habíamos visto. Borges de nuevo: el mundo de Tlön entrando en el real, la conjugación de un universo imposible, un simulacro que se come al real. Pienso en “Elephant” ahora como una suerte de realidad paralela, cercana. “Elephant” como una colección de momentos muertos, algunos incluso en su sentido literal. “Elephant” como el invierno: como un refrigerador que se abre. No en vano la cinta termina ahí. El asesino le apunta al deportista. La cámara se va hacia atrás. No muestra nada. Sale del refrigerador. Así salimos al frío, sin entender nada, sin tener ningún mensaje: imágenes llenas de estática, cargadas de silencio, la belleza repudiable de la nada. La celebración de la vida como un río que simplemente se mueve, que no desemboca en ningún lugar, que simplemente yace en el aire. Alguien le saca una foto a alguien. Una adolescente odia su cuerpo. Los asesinos, antes de ser asesinos, juegan Playstation. Cosas que nos pasan a todos; pasos resonando en un pasillo, conversaciones idiotas, la realidad como una epifanía del sin sentido. Nada más, nada menos. Lo horroroso es lo otro. La ficción. El cine. Lo que necesitamos para llenar la nada. “Elephant” es una película sobre esos rellenos, sobre la obra gruesa de cómo la ficción se inserta en la realidad y la descompone. Cuando salimos del cine fuimos por un café, pero por un rato, el mundo se descompuso, se llenó de ruido. Hubiera preferido la calma, la nada, el silencio antes que el estrépito que reafirma el terror frío y no lo suelta, haciendo inevitable volver a la sala de cine pero también continuar hacia cualquier otro lugar.


 
  computadoras tristes
Este texto salió en Picnic, el año pasado. Fue la única reseña que se escribió -creo- en algún medio chileno de "Todas las fiestas del mañana", de William Gibson. Making off: encargué el volumen en una librería de Santiago y luego salió la reseña. Después de eso, unos meses a lo más, el libro apareció en librerías al lado de "Mundo espejo" ("Pattern recognition") el último texto de Gibson, que además no es de ciencia ficción. No sé cuál me gusta más de los dos libros. No lo tengo claro. Gibson es, en todo caso, uno de los mejores novelistas de tesis o de ideas que se pueden leer estos días.

Al escritor William Gibson le pasa algo similar al viejo Radiohead, ese de “Creep”: nunca va a poder recuperarse de los efectos de su primer éxito masivo. Los de Radiohead lo saben bien. Toda esa pose de intelectuales comprometidos y la mejor –o más efectiva- canción que hicieron era aquella sobre un idiota que no puede conquistar a una chica. Gibson, por su parte, publicó en 1983 la novela “Neuromante”, que cambió la ciencia ficción y creó una subcultura, la de los hackers, héroes underground que podían destruir, salvar o liberar al mundo con las manos metidas en la masa del mundo virtual. Así, Gibson se dedicó los veinte años siguientes a observar cómo su novela (una imprescindible cazuela de Phil Dick, hard boiled y cultura pop) terminaba influyendo en la cultura occidental que se volvía “cyberpunk”, un virus literario que infectaba la desde la literatura hasta la música, desde Bono hasta esa inquietante peliculita llamada “The Matrix”.

Es lo mejor que le puede pasar a un escritor. O lo peor. Gibson nunca pudo recuperarse –literariamente- del impacto de su primer opus: mientras se convertía en profeta de lo virtual, se interpretaba a sí mismo en cameos freak y coqueteaba con Hollywood, su obra posterior adquiría espesor, ideas, consecuencia y crecía, para dejar de ser un escritor de ci/fi y ser un escritor a secas.

Y parece que lo logró. Sus últimas tres novelas, una saga que comienza con “Luz virtual”, sigue con “Idoru” y termina con “Todas las fiestas del mañana” es un ejemplo de los modos en que un autor supera todos los clichés que se ha inventado: Gibson dejó el pulp policial y lo cambió por la arquitectura moderna, saltó de las subculturas underground a los ídolos globales y se metió con la Historia, así con mayúscula.

“Todas las fiestas del mañana” cierra un ciclo. Es el futuro, pero parece el presente: en el marco de una guerra crónica de corporaciones que parecen estados, un millonario hedonista quiere cambiar el curso del mundo. Todo se va a decidir de un momento a otro y el lugar está fijado: el puente de San Francisco, una especie de comuna autónoma construida con escombros de lo que la ciudad bota. Es la economía del residuo, el lugar –simbólico, real.- donde van a parar los pobres y los perdedores, la cultura de todos aquellos que no tienen nada y que la tecnología global ha apartado de cualquier asomo de poder.

En ese escenario, Gibson urde una trama con héroes quebrados (un vidente tecnológico desfalleciente, un asesino zen, un niño autista, un ex policía no demasiado inteligente, un par de músicos de blues) que deben, a su pesar, esperar el fin del mundo y el comienzo de uno nuevo.

“Todas las fiestas del mañana” habla así de cómo conservar los afectos en medio de la fugacidad de la tecnología que los narra: es la resaca, los despojos del amor que la canción de Velvet Underground (Gibson adora a Lou Reed y Laurie Anderson) citada en el título, que aparecen acá como la banda sonora de una serie de historias mínimas entrelazadas sobre personajes que apenas se comprenden a sí mismos. No hay clímax. El fin de la historia es apenas un sollozo antes que un estallido. Es una marca de estilo del autor: la vida virtual no provoca placer, ni dota de poder, apenas sugiere la melancolía de un lugar imposible que visitamos –es tal la gracia de la literatura- como si fuera algo cercano, un desastre o la sutil epifanía de una canción pop apenas a la vuelta de la esquina.


 
  donde estabas en 1993

¿Dónde estabas en 1993?. Me encontré el viernes pasado en la vidriera de una librería de Rancagua con “60 kilómetros”, la primera novela de Francisco Ortega y la pregunta se me vino a la cabeza de inmediato. No había visto un ejemplar del libro en casi diez años. El último en la antigua librería Manantial, en el centro de Santiago. Raro. Compré el libro de inmediato. Dos lucas. Estaba nuevo, flamante. No olía como esos libros que reposan años en bodegas de mala muerte y después hieden como si hubieran sido el escenario de una orgía romana con ratones de diverso tamaño. Y por supuesto me asaltó la pregunta anterior: el libro tiene doce, trece años y todo ha cambiado demasiado desde que salió. O no ha cambiado nada. Ortega escribió el libro a los 17, a los 18 años. Su prosa es confesional y lúdica a la vez. Uno se refleja ahí del mismo modo como si se contemplara en el decorado de alguna navidad pasada. Da pudor. Da alegría. Da cosa. Por supuesto recuerdo cosas a partir de la imagen de la portada del libro (una carretera con una palmera en blanco y negro, una metáfora en b/n de la enfermedad de la adolescencia de la que tratan sus páginas): el paisaje devastado de los pueblos chicos, los libros de Lovecraft leídos con cierta compulsión, la muerte paulatina de todos los cines de mi infancia, lviejos discos de Nick Cave y Birthday Party, las primeras películas de Tarantino; John Belushi en algún sábado por la noche por TVN (rompiendo una guitarra), pésimos casettes con música de los Fiskales Ad-Hoc (grabados abajo del escenario, la energía de la demolición captada en vivo), decenas de malas teleseries, los filmes de Lynch vistos como el camino a ciertos evangelios. Y lo mejor de todo: la ironía feroz de la década pasada que parecía teñirlo todo pero que ahora se nos aparece como una extraña forma de melancolía, una sofisticada forma de nostalgia.

 
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