El Nobel lo ganó al final Harold Pinter. Yo iba por Dylan o Phillip Roth. No importa, para el próximo año será: más material para la secuela del documental de Scorsese. Mientras, el comelibros de hoy, que trata sobre, obvio, el Nobel.
Nobel & Vaticano
No pasó nada. No entregaron el Nobel la semana pasada. El ganador debería haberse avisado el jueves 13, o sea ayer. Pero yo escribo esto antes, el lunes, lo que vuelve a esta columna una especie de paradoja temporal involuntaria: redacto sobre algo que va a suceder pero que en el momento de su publicación ya ha ocurrido. Es algo confuso y extraño y profundamente literario. Mis disculpas por eso. Y mientras me sumerjo en este loop temporal, verifico la expectación para un premio que, tal vez, podría ser polémico. Roth, Dylan, Vargas Llosa, Joyce Carol Oates y los otros nominados que suenan estuvieron de moda alguna vez y han vuelto a sonar ahora, en los momentos de espera. Casi todos están traducidos al español por lo menos. Además es una espera vaticana: la tensión, los rumores, las murmuraciones de los reporteros sobre el secretismo de
Revista de Libros, 14 de octubre del 2005
Se acabó Rocinante. No va más. Lástima. Mala cosa. Demon days. La verdad que podría hablar de el fin de una era, de horrible que es la situación de la cultura chilena y la falta del apoyo del estado pero no lo voy a hacer. Eso lo están haciendo todos, con justa razón y Faride Zerán a la cabeza. Lo que si voy a hacer, de manera algo gratuita es publicar aquí como pequeño homenaje, un texto que mandé hace años y no me pescaron o no llegó y con el que no pasó nada, una pequeña necrológica sobre Sergio Vodanovic que era, tal vez, demasiado pop al lado de tanta cosa dedicada a Neruda, y que ahora viene de perillas cuando se ha desatado todo este revival de los 80. (Ojo y desvío acelerado: “La era ochentera”, el libro de García & Contardo está total). Pero vuelvo al tema. Se acabó Rocinante en los momentos justos en resucita el catálogo discográfico de Rodolfo Navech. Los caminos de la vida son absolutamente idiotas. O como dice Dylan, creo, no hay forma de volver a casa.
Contrabando de emociones
No deja de ser sorprendente que en casi todas elegías escritas sobre el dramaturgo Sergio Vodanovic, se mencione como nota al pie de página que además de ser parte clave de la historia del teatro chileno, además se haya encargado de escribir unas cuantas teleseries. Marginar esa parte de la producción de un tipo como Vodanovic no sólo es curioso sino que significa condenar al ostracismo un formato, el del melodrama televisivo, que resulta ser parte integral de la cultura popular chilena.
El acto puede ser intencionado y justificado: en el teatro siempre es necesario ejercer algún tipo de memoria forzada para traspasar a la historia los hitos del mismo, mientras que en el caso de las teleseries el recuerdo está asegurado de antemano. Ahí la masividad obligada del producto deviene en memorabilia popular como un registro de tics, modismos que representan el signo de los tiempos donde el espectáculo fue producido (sí, las teleseries son un gran espectáculo), y la fagocitosis de argumentos, personajes y efectos que deviene en una suerte de canon del culebrón, un hilo oculto que hermana las formas que tiene el medio televisivo latinoamericano de contar las historias del ciudadano, de representarlo vía ficción.
De ahí que no sea extraño que Vodanovic haya firmado una de las teleseries más perversas jamás hechas en Chile, "Los títeres" que data de la mitad de la década de los ochenta y que es recordada como un hito en el medio por razones que van desde lo estético hasta lo anecdótico. Protagonizada por la dupla Munchmayer/Di Girolamo y dirigida por el otrora eficaz Oscar Rodríguez, "Los títeres" tenía todos los elementos comunes del medio (venganzas, relaciones trizadas, parejas divididas y lucha de clases) pero además sumaba un lado retorcido casi inaudito. Una obra extrema a la hora de tratar el tema de la venganza y la culpa: una mujer vejada y huérfana retornaba a Chile para vengarse de quienes habían causado la muerte de su padre, se habían burlado de ella y la habían forzado a un exilio donde por necesidad se había transformado en empresaria. Hasta ahí la obra no tenía nada nuevo, nada que no hubiera tratado Arturo Moya Grau de "
Todo en "Los títeres" era viciado, enfermo y retorcido. Sergio Vodanovic se encargaba de escribir los textos y Oscar Rodríguez de hacer el resto. Desde la angustiosa canción inicial hasta los ambientes, pasando por un tono generalmente opaco de iluminación mostraba un Chile en extinción, ese que terminó de rematar el kischt de las políticas habitacionales de la dictadura. Eso, porque a pesar de tratar de megacorporaciones, "Los títeres" tenía en la cultura del barrio su elemento fundamental. Centrada en la vieja clase media chilena, el tono íntimo del programa siempre estaba en tensión, a punto de estallar, como los personajes, que vivían en perpetuos desastres: escritores frustrados, fotógrafos de pacotilla, aristócratas que contemplaban el apocalipsis de su vida familiar.
Con todo, voluntaria o involuntariamente, "Los títeres" era una de las alegorías más ácidas firmadas en tiempos de dictadura porque a pesar de su carácter masivo, se las arreglaba para ver más allá del género y meter algunas emociones de contrabando. No tocaba el tema político directamente pero el estado de sospecha que se colaba en la obra (del mismo modo que "La última cruz" de Arturo Moya Grau) trascendía el promedio. Es obvio que una teleserie como "Los títeres" ahora resultaría indigesta. Los tiempos que corren piden salidas fáciles, humor rápido y emociones ligeras como un yogurt. "Los títeres" no tenía nada de eso, tenía violencia, susurros y paredes asfixiantes. Tenía un sentido de la justicia implacable y algo de afán de redención. Tenía algunas fallas, eso es obvio (detalle anecdótico: actuaban Luis Jara y Marcelo, el de "Cachureos") pero se las arreglaba para hacer que los decorados falsos descorrieran un poco los tupidos velos, explicitando en el drama de consumo masivo algunos temores que el espectador real vivía a diario. Eso de por sí es un mérito, algo casi inencontrable ahora, en la iluminación impecable del melodrama ligth que sólo quiere afirmar el rating del noticiero.
“Patrimonio. Una historia verdadera”, Philip Roth. Seix Barral, Buenos Aires, 2003. 237 páginas.
Señales de vida
Un padre que se muere de manera lenta pero irrevocable. Un hijo –escritor- que lo asiste en sus últimos días. Entre ambos media una larga lista de historias familiares que el padre narra, historias ínfimas, mínimas e inútiles y que el hijo recuerda y escribe. Es una muerte anunciada: el padre pierde la movilidad facial, un tumor se le cuela en la base del cráneo, tiene un sólo ojo bueno. Nada explota. No es un drama televisivo. El padre –87 años, agente de seguros jubilado, insufrible y judío- es un héroe por el solo hecho de estar vivo. A la edad en la que otros se entregan a la complacencia o la muerte, él se consagra a la vida. Y al odio. Y a la pena. Al final, el padre muere y el hijo escribe la historia para hacer, paradójicamente, vivir al padre para siempre. Es literatura pero también –en una zona inasible, dolorosa e íntima- algo mucho mejor, más atávico, necesario y poderoso: tradición. O patrimonio: el hijo que vive en el padre y el padre que pasa a la posteridad en el hijo, en las palabras del hijo.
De esto y más trata “Patrimonio”, la novela de no ficción donde Philip Roth habla de la muerte de Herman Roth, su padre. Philip, mundialmente celebrado por –entre otras obras- “La mancha humana” y “Pastoral americana”, ejecuta en “Patrimonio” –que es de 1991, recién traducida al español- un testimonio emocionante sobre la relación padre/hijo; que hace uso de las herramientas de la ficción como modo de afrontar el luto y construir, con las formas dúctiles y lúcidas de la literatura, algo parecido a un memorial.
Para lograrlo, Roth se posiciona en el extremo opuesto al Paul Auster de “La invención de la soledad”, otro texto canónico donde un hijo escritor –y judío- ajusta cuentas con su padre muerto. Mientras que para Auster la clave es la total ignorancia de las motivaciones de una opaca figura paterna, para Roth ésta se construye con pura presencia, de tal modo que en un momento (Herman agonizando, Philip operado del corazón) ambas llegan a fundirse. Lo anterior ordena el relato, una estructura hecha de espejos donde padre e hijo se contemplan –asimétricamente- para descubrirse idénticos: Philip se mide con Herman y Herman, casi siempre está a la altura de la expectativas de Philip, los dos son uno.
De ahí que la obra además esté llena de un cotidianeidad que cobra a rato un sentido mítico y que es a la postre, una fábula ejemplar. Esto, gracias a Herman Roth, el padre, un personaje durísimo y entrañable. Es él el que lleva el peso de la narración al actuar como una voz consciente de su extinción paulatina, ofrecida al lector como puro deseo de sobrevivencia y celebración de la vida. “Patrimonio” es una pequeña obra maestra y vale la pena simplemente por el encuentro del lector con Herman y sus momentos de iluminación terminal, su humor de perros, el recuerdo de los antiguos negocios del barrio y los sollozos silenciosos en memoria de su esposa muerta. Y sobre todo, por la costumbre –odiosa para Philip- de regalar todo recuerdo material, de desprenderse de lo físico, para aparecer al final ante su hijo como un espectro obsesivo que sostiene la máxima a la que el libro completo –y toda literatura- aspira: “no hay que olvidar”.
Yo maté a Marilyn
EN EL MOMENTO EN que Ernesto Cardenal visitó
Blonde, la obra más reciente de Joyce Carol Oates (1938, una norteamericana candidata un par de veces al Premio Nobel, con más de cuarenta novelas publicadas) toma esa Marilyn de cartón que Cardenal omitió y se da maña para arrastrarla por el fango, nombrarla por lo alto y sobre todo, darle consistencia al mito en un texto que es demasiado pretencioso para ser un best seller y demasiado best seller para ser artístico. Casi mil páginas donde se describe con detalle el ascenso a los infiernos de la bomba rubia original, una mujer que supo vivir mejor en la pantalla que en la vida real. La idea es justamente transformar a Marilyn en una novela, devolverle la textura de ficción con la que la cultura popular la ha alimentado hace casi cuarenta años. A pesar de seguir una línea más o menos ubicable de matrimonios y cintas, además de la aparición de un sinnúmero de famosos, el rigor biográfico es sacrificado por los golpes de efecto, los múltiples narradores y el tono melodramático que se posesiona de la segunda mitad del libro. Lo que hay aquí es la intención subyacente de hacer una contralectura femenina que explicita desde justamente los quiebres de la visión masculina, intentando mostrar las distancias entre el mito de la pantalla y la fragilidad de su asidero con lo cotidiano. Esa mirada femenina reconstruye -intenta reconstruir- desde la ficción el aura de un personaje cuya hagiografía desborda lo simplemente literario a pesar del éxito de ese campo a la hora de acercarse al mito.
Dicha aura valida la perversión de la historia vía novela, un texto que no podría haber sido escrito en otro momento que no fueran los años finales del siglo XX, cuando las conspiraciones se pusieron de moda y las leyendas urbanas comenzaron a ser una manera casi cómoda para el ciudadano de demostrar su malestar con la cultura. Y es esta franquicia posmoderna la que da a Blonde su costado más original porque al renegar de la historiografía y cederle lugar al murmullo transforma el delirio, sobre todo en las páginas finales, en un instrumento político. Sobre el final del libro Joyce Carol Oates termina cediendo a la cultura popular, Marilyn es casi vejada por JFK -que además se la cede como objeto a uno de sus socios mientras está dopada-, queda embarazada del mismo y es asesinada por
Esta construcción de una historia alternativa -como en América, de James Ellroy- legitima el exceso como la cualidad más visible de la novela. Blonde es un texto excesivo, le sobran páginas, líneas argumentales y teorías. Un acercamiento más bien grueso -en todo sentido- a la gran novela americana, esa utopía mítica que ha acechado a los escritores yanquis desde comienzos del siglo XX. Así, es significativo que un tema que a Truman Capote le tome diecisiete páginas ("Una hermosa niña") y a la dupla Jorge González/Miguel Tapia un par de estrofas de su canción más bailable ("¿Quién mató a Marilyn?") termine en Blonde hipertrofiado a propósito, con el objetivo de descubrir todos los ángulos pero sin lograr al final desnudar ninguno.
Lo mejor de la novela son por ende las primeras trescientas páginas a pesar de que luego se disuelvan en una tragedia griega cuyo final lo sabe cualquiera. Aún así los momentos en que se narra la vida de Norma Jean Baker desde su niñez hasta su primer divorcio son impresionantes. Tratan de la gestualidad de una maternidad torcida y de los intentos inútiles de una niña para escapar a esa realidad, buscándose una familia, creándose un pasado, una historia fuera de la pantalla para descubrir cada vez de manera más cruel, que en Hollywood Babilonia (como alguna vez llamó Kenneth Anger) la vida debe ser contemplada desde afuera, desde la oscuridad de las butacas. La escritura de Joyce Carol Oates prueba acá todo su repertorio porque para describir el imaginario confuso de una niña evita el narrador único de la biografía escandalosa. Salta desde la corriente de conciencia al cuento de hadas sin problemas para ejemplificar la cantidad de miradas que convergen en la escritura de Marilyn. Así se deslinda no sólo de una ficcionalización efectiva de la secuencia de hechos que provocan en el personaje todos los vacíos afectivos que serán su estigma, sino que también es una reflexión sobre la relación de los mismos con la histeria femenina, la ausencia del padre y de ahí, la imposibilidad de Marilyn de fijar una personalidad debatida entre el miedo a la locura y la necesidad a ultranza de reconocer sus raíces (llamará "papá" a todas sus parejas de ahí en adelante)
La conclusión que se puede sacar de todo es que la rubia muerta con la que trabaja la autora no posee la sofisticación de la de Capote, ni es la niña perdida que Cardenal no quiso regalar al público en su última visita a Chile. Por el contrario, el retrato de Joyce Carol Oates tiende a acercarla a la canción de Los Prisioneros, tal vez porque ellos trabajan con la misma memoria pervertida y llegan a un lugar similar, una mujer vacía que es llenada por medio del recuerdo, en una arqueología de la personalidad congelada en la pantalla. Un enigma, al fin y al cabo. Por eso lo mejor de Blonde es que le saca partido a la leyenda, demostrando las inconsistencias de una biografía que se escapa al documento y da paso a la conspiración y la sospecha. Lo peor es que quiere presentar como descubrimiento algo ya sabido de antemano, una ley tácita que sugiere que todas las ambiciones rubias tienen las raíces negras.