¿Dónde estabas en 1993?. Me encontré el viernes pasado en la vidriera de una librería de Rancagua con “60 kilómetros”, la primera novela de Francisco Ortega y la pregunta se me vino a la cabeza de inmediato. No había visto un ejemplar del libro en casi diez años. El último en la antigua librería Manantial, en el centro de Santiago. Raro. Compré el libro de inmediato. Dos lucas. Estaba nuevo, flamante. No olía como esos libros que reposan años en bodegas de mala muerte y después hieden como si hubieran sido el escenario de una orgía romana con ratones de diverso tamaño. Y por supuesto me asaltó la pregunta anterior: el libro tiene doce, trece años y todo ha cambiado demasiado desde que salió. O no ha cambiado nada. Ortega escribió el libro a los 17, a los 18 años. Su prosa es confesional y lúdica a la vez. Uno se refleja ahí del mismo modo como si se contemplara en el decorado de alguna navidad pasada. Da pudor. Da alegría. Da cosa. Por supuesto recuerdo cosas a partir de la imagen de la portada del libro (una carretera con una palmera en blanco y negro, una metáfora en b/n de la enfermedad de la adolescencia de la que tratan sus páginas): el paisaje devastado de los pueblos chicos, los libros de Lovecraft leídos con cierta compulsión, la muerte paulatina de todos los cines de mi infancia, lviejos discos de Nick Cave y Birthday Party, las primeras películas de Tarantino; John Belushi en algún sábado por la noche por TVN (rompiendo una guitarra), pésimos casettes con música de los Fiskales Ad-Hoc (grabados abajo del escenario, la energía de la demolición captada en vivo), decenas de malas teleseries, los filmes de Lynch vistos como el camino a ciertos evangelios. Y lo mejor de todo: la ironía feroz de la década pasada que parecía teñirlo todo pero que ahora se nos aparece como una extraña forma de melancolía, una sofisticada forma de nostalgia.