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Friday, August 05, 2005
  La Familia



Germán Marín es nuestro escritor más freak: Ballard mezclado con Proust más pequeñas dosis envenenadas de Droguett. Aquí, la columna del Mercurio del día de hoy con el bonus track de la crítica del mismo libro que escribí en la Tercera a fines del 2001 o principios del 2002. Una reseña y su secuela varios años después. Como el Padrino y el Padrino 2. Esa onda.

Uno: lo de hoy.

Compré “Lazos de familia”, de Germán Marín de nuevo. Lo encontré en saldo, a un precio irrisorio, perdido en algún limbo. Puede que tal vez ese sea el destino de ciertos textos que aspiran a un público algo secreto: convertirse en secretos también, mientras se pierden en la marea de los días para que alguien los encuentre de nuevo. No sé por qué lo compré. No me atrajo la horrible portada –que parece la de las confesiones eróticas de una abuelita- sino el recuerdo de que hace años atrás el volumen me había parecido una caja de herramientas rotas hecha con pedazos de memoria sueltos, relatos sin destino, postales de ninguna parte. Me gusta “Lazos de familia” por eso tal vez. Por el desorden, el desparpajo, la nostalgia. En esa colección de imágenes –recolectadas a través de los años, con cierto azar- que Marín comenta su prosa adquiere cierta comodidad, cierto goce burlesco. Experto en la tensión entre memoria privada e historia pública, el autor se siente a sus anchas, hace comentarios peregrinos mientras saluda a todas sus banderas perdidas. En algún recodo anota: “la historia, a pesar de su infinito egoísmo, sabe a veces, al igual que la resaca del mar, devolver los desechos a la playa ayudándonos a recuperar parte de los antiguos naufragios, aunque sean astillas...”. Tiene razón. En su “álbum de recuerdos privados” la historia y la memoria aparecen como ramalazos de luz o de sombra; son ficciones que son en cierto modo objetos rotos. Marín, experto en narrar sus cameos como extra en el melodrama idiota de nuestro pasado, logra en “Lazos de familia” urdir algo más que una pequeña peineta para ordenar sus canas y encontrar los parecidos entre su confuso presente y aquellas fotos suyas –en blanco y negro, borrosas, amarillas- del pasado. Especie de biografía oblicua, el libro es una obra en clave que combate al tiempo y lucha contra el olvido. Porque Marín sabe que el tiempo es el último enemigo y que la literatura el último recurso contra él. Por supuesto es una ilusión. El tiempo siempre devora a sus hijos: los recuerdos se trizan y se pierden, los libros dejan de leerse. Y Marín en algo se parece en eso al narrador sin nombre, impreciso y trágico de “Las vírgenes suicidas”, aquella novela corta de Jeffrey Eugenides que es tal vez una de las mejores obras americanas de los últimos veinte años. Se parece a ese narrador anónimo y patético que contempla extasiado los recuerdos que dejaron cinco adolescentes hermanas y muertas: objetos empacados y numerados como piezas policiales en una vieja casa en un árbol, souvenirs al azar de una tragedia innecesaria. Ese narrador desconocido –que puede ser la memoria de un pueblo completo- escribe para que la literatura devore al tiempo, supere a la muerte, restaure la belleza y desplace por algún momento el horror vacui. Por supuesto, es un esfuerzo fútil. Porque, se explaya al final, “seguía habiendo huecos, espacios vacíos de formas extrañas, delimitados por todo lo que los rodeaba, países que no sabíamos nombrar”. Eugenides y Marín no se parecen en nada pero cuando leo “Lazos de familia” no puedo dejar de pensar en todas esos fetiches secretos que son pistas del enigma y la tragedia de Eugenides. Porque puede que tal vez el relatar y leer no sean más que sistemas secretos donde se ordena lo inconfesable y se otorgan rasgos épicos a lo familiar, lo cotidiano, lo nimio. Donde todo -los pequeños pedazos que guardamos del pasado- de alguna forma termina por adquirir sentido. Hay harto de desesperación en eso, hay también un poco de alegría.

Dos: Lo del 2001.

Germán Marín es el último de nuestros escritores malditos, sin que eso sea necesariamente algo bueno. Poseedor de una prosa enfermiza, afiebrada por las contracciones del pasado reciente del país, ejecutó durante los noventa la vieja ecuación sexo/violencia en textos como "Las cien águilas" "Conversaciones para solitarios" o la imprescindible "El palacio de la risa", para salirse de madre definitivamente el año pasado con "Idola". Ese era un texto hardcore que jugaba a espantar burgueses con una fábula retorcida de pornografía clandestina y nostalgia geriátrica. Con la presente "Lazos de familia", Marín parece haberse suavizado aunque en el fondo, sigue jugando a lo mismo. Se trata de una serie de crónicas escritas como palimpsestos sobre viejas postales, para presentar fragmentos de su propia memoria. Cada narración está acompañada de su imagen respectiva y ahí concurren las obsesiones típicas del autor. Están el goce del voyeur, la amargura provocada por el fracaso de las utopías, cierta melancolía por el pasado y una airada rabia por el presente. A Marín se le ama o se le odia y este es el libro perfecto para tomar dicha decisión. "Lazos de familia" es un texto veloz, un portafolios que puede ser leído como una novela sin historia pero, contradictoriamente, llena de Historia. La memoria de Marín es como la de todos: epifanías nerviosas, momentos olvidables, ideas ingeniosas y la certeza de haber sido superado a veces por la velocidad de las cosas.

 
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