Los libros que nunca leeré. La biblioteca de los sueños que cuida Lucien en los comics de Neil Gaiman: todos esos volúmenes que se extienden hacia el infinito con historias pensadas o soñadas pero jamás escritas, argumentos imperdibles, ideas geniales, volúmenes apócrifos hechos con momentos muertos, con el tiempo perdido, con ese entrecerrar de los párpados donde se cuelan los espectros y las sombras y las palabras pasan a ser éter o demonios. Las canciones satánicas que escribió Paulo Coelho en los setenta. Algún libro que recoja las conversaciones entre Crowley y Pessoa: un tramposo diabólico y un hombre con identidad múltiple –o un baúl andante lleno de gente, como decía Tabucchi- parados en el borde de un volcán, hablando de dioses griegos, sacrificios rituales y pequeñas estafas. Los poemas de ese viejo compañero de la media: poemas horribles, de amor a jóvenes desconocidas, poemas que el fondo eran malas canciones, o plagios de otras canciones, o reinterpretaciones de las mismas, textos que mi compañero guardaba en un cuaderno y que nos mostraba en los recreos como si fueran retratos de musas; nosotros sólo podíamos identificar la mala ortografía. Los libros de Pinochet, no las memorias, sino todos esos tratados de geopolítica, de estrategia militar, algo que en el fondo podría ser una novela de terror o un sainete del XIX o una comedia de situaciones. Toda esa poesía sobre Valparaíso. La novela de terror de un anciano jubilado sobre asesinos en serie e invasiones extraterrestres. El relato minimal que escribió un amigo esquizofrénico hace un par de años: me la entregó en persona en el centro de Viña, no la pude ni hojear, no quise ni saber qué contenía o de qué trataba; me di cuenta, eso sí, de que estaba escrita solamente con mayúsculas. Otra de viejos: el libro que me prometió un anciano alucinado sobre el fin del mundo el año 2012 y las 20.000 preguntas respondidas por un ángel. Más de viejos: la obra completa de Adolfo Calderón, de Sara Vial, de Manuel Peña Muñoz. El ready-made final que dejó Adolfo Couve: una soga colgada y la ausencia de un cadáver, la soledad inherente de toda casa en la playa en temporada baja de veraneantes. Las novelas de Gideon Stargrave: plagios entrañables de la obra de Michael Moorcock. “Lovecraft vs. Chutlhu”, de Grant Morrison, novela postergada desde tantos años: en compensación, he logrado conseguir un viejo single de The Fauves, que trata sobre el hecho –y la alegría- de poder mandar al diablo el trabajo. Esos libros de plegaria que llevaban –estoy seguro- los tipos que manejaban los aviones el 11-9, los libros escolares que reposaban en las mochilas de las víctimas del 11-3, todos esos bandos secretos tipeados en máquinas disléxicas enviados el 11-9-73. La obra secreta de Hugo Correa. La novela que dejó escrita el Tila. El libro de Titi Ahubert. La biografía de Raúl Ruiz que René Naranjo no ha terminado nunca. El texto secreto de Juan Luis Martínez. La segunda parte de “Rayuela”: Oliveira se devuelve a la Ciudad Luz y participa del Mayo del 68, para luego perderse en sus efectos, en sus ecos que se extienden en las décadas siguientes como mitos bisoños; lo mejor: largas parrafadas sobre el sentido del free-jazz mientras los autos estallan, las lacrimógenas invaden el aire y una Maga armada con un fusil ruso se parapeta en un bulevar-barricada y le dispara a una tanqueta, un enfrentamiento épico narrado con corriente de conciencia, al principio la Maga parece perder posiciones, se le nota agotada pero luego acierta en un punto clave –quizás en el tanque del combustible, aunque Cortázar no puede ser tan estúpido-, la tanqueta retrocede como una oruga ciega y asustada; después el capítulo termina y la tanqueta explota mientras Oliveira intenta –en un acto de exorcismo vudú algo decontructivista- convocar el espíritu de Billie Holliday o Buddy Holly.