comelibros
Friday, August 12, 2005
  Soul & Zen

-zero-

Enrique Lihn se muere. Es el año 1988 o 1989 y todo está cambiando en Chile. Claudio Bertoni se encuentra con Nicanor Parra en el pasillo del hospital donde Lihn agoniza. Se saludan o se hablan. Parra está celoso de unos celos parrianos porque ese título debió de habérsele ocurrido a él y felicita a Bertoni por un libro llamado “El cansador intrabajable”. La anécdota no es menor: Lihn agoniza, Parra conversa con Bertoni. Los últimos cincuenta años de la poesía chilena explotan -como un susurro, como una broma , como la enfermedad de un poeta, como el silencio de hospital, como la presencia de la muerte o de la nada- en ese pasillo.

-uno-

Bertoni, por Lihn, en algún momento perdido de la dimensión desconocida de los años 80: “Su poesía hecha de fragmentos de un diario incesante -work in progress- de un implosivo, explosivo y acumulativo proceso de maduración, calla porque se mueve, casual y libremente, en el mundo de las relatividades (..."del revoltijo y la mentira") negándose a la falsedad de la trascendencia y de ciertos saberes fraudulentos. Excomunión de la pedantería, destierro de la gravedda, color local cambiante a tono con sus obsesiones errátiles, egotismo del antiego, cachondeos del goliardo que hace la alquimia de la delicadeza con los ingredientes fecales del lenguaje".

-dos-

Escribo sobre Claudio Bertoni como quien escribe sobre una ficción. De todos los poetas chilenos vivos es Bertoni el más enigmático, a pesar de ser, casi siempre el más transparente. Eso porque en su obra está la consistencia viscosa de la realidad, la exhibición sin pudor de sus temores, el hálito de un pasado y un presente cercano, el deseo como un feroz e imposible mandato, las imágenes desoladas o ridículas de la vida moderna, la memoria de los nimio, las canciones secretas que se esfumaron como viejos singles que duran tan sólo una temporada. Bertoni como una mitología en sí misma: un autor de culto imposiblemente escurridizo pero a la vez, terriblemente cercano, en ese límite donde la claridad de los sentidos sólo son la falsa alarma de algo que se esconde, que late a la vista de todo. La pasión que esconde la enfermedad. El deseo que esconde la iluminación. EL tumulto de la ciudad que esconde la soledad de los edificios vacíos de noche.

-tres-

“9/72”. “Salí a caminar /antes de que oscureciera. /Estuve casi una hora / sentado en la plaza Pedro de Valdivia./ Un perro color barquillo / se me acercó tímidamente /y me lamío la mano, /yo le hice cariño /y se tendió /a mi lado. /Minutos después / lo despertó una sirena de incendios, / caminó despacio hasta el pasto /y se tendió de nuevo. / Calculé /que se hubiera dormido, /me levanté con cautela /y me fui”

-cuatro-

Hablo con Bertoni de Con-Cón. Es agosto o septiembre del 2004. Hace frío. Ha dejado de llover. Bertoni vive en Con-Cón desde 1976, el año en que llegó de Europa. Con-cón es la patria de Bertoni, una patria pequeña y cómoda y cercana: un balneario en temporada baja, un balneario silencioso que conoce de memoria. Bertoni entonces habla de los edificios gigantescos, obcenos que están instalados en el camino a su casa, edificios como hoteles de nuevo rico, pienso enclavados en las dunas. Bertoni comenta la agresividad de las construcciones, la violencia con que se instalan el paisaje. Tiene razón. Son impresentables. Luego se refiere al efecto que provocan en el habitante, en la desolación, en la ira de ver como la soledad se transforma, en cómo el paisaje cambia para ser devastado, en los efectos que eso provoca. No deja de tener razón, pienso, pero lo que dice, el cómo lo dice me vuelve a la cabeza meses después, cuando un adolescente de Reñaca es asesinado por un chico de una población a metros de un Santa Isabel. Pienso en Bertoni y la ira: en el paisaje como una feria de horrores, en Viña, en Reñaca como sitios a punto de explotar. Luego anochece.

-cinco-

La patria como una fuente de soda. La fuente de soda me parecía una iglesia, un lugar de tranquilidad porque yo llevo una vida muy sola y no es una maldición sino una elección. Y en la fuente de soda puedo estar tranquilo. Hay hueveo, por supuesto, pero tú estás como escondido. Y es importante en qué barrio, en que fuente de soda estás. Yo dejé de ir. No me di cuenta cómo pero era un lugar. También me pasa con las micros pero ahora hay demasiadas. Antes había sólo una y yo cachaba cosas que nadie cacha. Iba rodeado de diez huevones y los miro y para mí estaba impeque y me gustaba el chofer y me gustaba la velocidad de la micro. Es el único sentido de una palabra que hallo huevona y ridícula y que es “patria”. Ese es el sentido de patria que tengo, de mismo modo que lo tengo en Ñuñoa. Así que voy por la calle ahí y sé cómo es mi gente. Así como sé que no es mi gente huevones con los que me cruzó aquí cuando voy para allá. Es una realidad, no es una huevá y para mí eso es importante. Y eso tiene que ver con las fuentes de soda”.

-seis-

Mitología Bertoni, historias Bertoni, planeta Bertoni. Que jugó al ping pong con Henry Miller. Que fue uno de los primeros hippies chilenos. Integró la mítica Tribu No, desde donde salió también Cecilia Vicuña, novia suya y actual crédito chileno en el arte norteamericano. Que dio vueltas por Estados Unidos y Europa. Que en Devon -Inglaterra- donde estuvo por algún tiempo hizo de actor en películas experimentales. En una hacía de exhibicionista. En otra lo mordía un vampiro o él era el vampiro. Que en Londres, en una librería inmensa descubrió un cuarto lleno de libros tipo “La Nueva Novela” de Juan Luis Martínez, libros experimentales que traían hasta calcetines dentro. Que leyó a Bukowski en los 70, cuando tenía fama de poeta. Que se juntó con gente de Fluxus. Que publicó un primer libro -“El cansador intrabajable”- en Inglaterra. Que se radicó en 1976 en Con Cón y de ahí no ha salido. Que es un experto en fotografiar desnudos. Que es una especie de santón a medio camino entre la lujuria y la iluminación. Que es tal vez el poeta chileno vivo más leído por la gente que no lee poesía. Que puede saltar indistintamente de la poesía a la foto y de la foto a los objetos visuales. Que Roberto Bolaño lo recordaba como una especie de cachurero. Que le sopló a Enrique Lihn el nombre de Alice Cooper cuando redactaba un artículo sobre Bolaño. Que polemizó con Las Ultima Noticias a raíz de la teleserie Hippie. Que en 1998 sufrió un ataque de migrañas, de pánico, una crisis que lo descolocó al punto de romper su vida en pedazos. Que volvió de esa crisis con “Harakiri” un libro de poesía de 300 páginas donde escribía sobre eso como si fueran las notas para una novela demoledora, terrible sobre la enfermedad y la muerte. Que escribió “Jóvenes Buenas Mozas”, un pequeño libro sobre chicas y que es una especie de objeto de culto, agotado y agitado. Que escribe en The Clinic regularmente crónicas o ensayos que no son ni uno ni lo otro sino pequeños diarios, anotaciones al azar. Que perdió un libro completo en alguna parte. Que es un erudito en música negra, en jazz y soul. Que entiende todos los chistes internos de la obra de Parra o sea que sabe cuando el viejo Nicanor hace trampa y cuando está jugando limpio. Que con la Tribu No eran adelantados o extraterrestres que le dedicaban los happenings a los Panteras Negras. Que se llevaba bien con Lihn, que le escribió de manera desinterada textos sobre su obra. Bertoni recuerda una vez que le fue a pedir unas líneas y salió con dos o tres páginas de comentarios. Que tocó música rock. Que en cierto modo es un sobreviviente de sí mismo. Que fotografió -con Mariana Matthews- los libros objetos de Gonzalo Rojas, libros perfectos que no le hacen honor al poeta aspiracional y de repertorio que es Rojas. De hecho son mejores las fotos que los poemas. Esos libros que intercalan diversos tipos de papeles y texturas. Ahí Bertoni coloca fotos de desnudos pero también tomas de escombros de Con-Cón, de árboles secos, de plantas muertas, de los espacios de la muerte o el sexo entendidos ya no como Rojas sino como Bertoni, en esa pasión microclimática que suspenden el tiempo y lo fijan e iluminan momentos imposibles de ser iluminados. Que ya no escribe sino que se graba: cintas donde su voz toma notas, dice epigramas, construye de a poco un diario de vida o una biografía o el relato detallado de qué le pasa. Que vive a medio camino entre Con Cón y Ñuñoa, en una suerte de espacio intermedio donde se vuelve invisible y es sólo un fantasma para sus fans que lo siguen tal y como se sigue a un songwriter que saca un disco cada año y Bertoni saca un libro cada año y ese libro funciona, se lee, se comenta y desaparece de las librerías porque sí, es casi imposible encontrar libros de Bertoni anteriores al de este año.

-siete-

Un libro perdido o dos libros perdidos. Partes de un trabajo mayor. Manuscritos robados que quizás quien tenga: “uno que trataba sobre el tamaño del átomo y otro sobre 15 niñitos muertos de la época de los nazis.Unos mujeres los tomaban en brazos, al principio los cabritos se rebelaban un poco, pero luego se acomodaban y ellas los tomaban y a ti te daba la impresión de que los iban a depositar en una cuna o una tina de agua tibiecita, pero en vez de eso los llevaban a una horca y los ahorcaban”.

-ocho-

Cómo conseguri chicas. Bertoni es tal vez el poeta chileno más lascivo de nuestro frágil presente. Pero es una lujuria en cierto modo zen: el deseo como un camino a la iluminación. Un paisaje. Una forma de contemplación. Escribir sobre Bertoni y las mujeres es hablar de un territorio inmenso, irresoluto. “Vivir es ver mujeres” dice uno de los poemas de “Jóvenes Buenas Mozas” y en cierto modo sintetiza el espíritu del voyeur, una suerte de coleccionismo de momentos, de imáganes, de flashes anhelantes que sólo es posible en la fotografía y la literatura. Y Bertoni, ya lo sabemos, es fotógrafo y poeta. Y las dos cosas -el mecanismo de escribir con la luz, o sea con la nada, con pedazos del vacío y el mecanismo de escribir desde la mentira, la falsesad, el fingimiento- se intercalen. O sea: las fotos de Bertoni son poemas y sus poemas son fotos. Comparten la misma clase de concisión, el mismo tono desprotegido, la misma ansiedad devoradora del deseo. De este modo, no es accidental que el único punto de fuga, la única vía de escape de el demoledor “Harakiri” (aparte del poema final) sea la sección dedicada a las mujeres. O que, en cierto, modo en el catálogo de “Bertoni en el Museo” se cuelen en medio del erotismo casi transparente de sus desnudos algunas gotas de humor o desolación: la toma del Capitán Cavernícola blandiendo una maza en la tele debajo del pubis de la mujer desnuda; o el autorretrato del final, que no parece importar demasiado pero que le da sentido al libro si uno lo lee intenta leer sus tramas secretas. Ahí, sentado en su pieza, Bertoni se fotografía en blanco y negro, diez, quince años después de que ha sacado las fotos su modelo/novia. Las fotos están a color, predominan los rojos, predomina las superficies naranjas, los culos perfectos, las imágenes de vientres como planicies a conquistar o conquistadas. En el autorretrato está lo contrario: el paso del tiempo, el vacío y la ausencia. Es el agujero que el mismo libro propone, la soledad que viene después del coito. Es demoledora esa foto de Bertoni porque aparece a la intemperie, solo, esperando algo que no llega. Contemplando desde el otro lado -el del que saca la foto, el de un presente en b/n frente a un pasado a colores- está Bertoni. Y no es un fenómeno azaroso, porque ese mecanismo es una pequeña trampa o cita que aparece en el texto y lo revierte todo, casi como un final sorpresa o como un clímax que hace subir y bajar al lector por los meandros el texto, también está en “Harakiri” y en “Sentado en la cuneta”. Y no es un mal truco, porque en el fondo lo que hace Bertoni es darnos la vía de escape para sus textos, hacernos apreciar los movimientos que realiza para salvarse y salvar de paso al lector. O sea: un in crescendo que se corta o explota y se lanza al vacío. De ahí el gusto de Bertoni, la cita de la que nadie se ha hecho cargo, en su gusto por el soul. Porque en cierto modo es fácil intentar explicaciones desde la teoría posmo finisecular, establecer ficciones desde el campo del arte o desde la crítica literaria pura y dura. Pero es ese gusto por la música negra lo que ata todo lo demás. Así, basta pensar en Bertoni como uno piensa en “The Comminments”, la banda y los protagonistas de esa vieja película de Alan Parker sobre una banda de soul irlandesa que vive y muere en el suburbio pero que se comprende a sí misma como negros: el lugar más bajo de la cadena de producción, los habitantes de la miseria del hombre -esa de la Gonzalo Rojas tanto parlotea-, el getto como un espacio físico intercambiable, como patria común.

-nueve-

Bluesville. “Para mí la historia de la música es súper simple. Lo que me pasó es digno de una película norteamericana ridícula. Ramón Carnicer vivía en un quinto piso. Yo sé que tenía menos de cinco años porque de ese edificio me fui a los cinco años. Pero me acuerdo que pasaban unas bandas y venía adelante uno tocando un xilófono plateado y eso me fascinaba. Recuerdo que pedí una xilófono y me regalaron uno cuadradito y quedé frustrado porque lo que quería era el plateado pero no importa ahora porque es la música lo que me funcionó. Yo escuchaba a Renato Carozone, que parece que ahora los Pettinellis lo pusieron en una canción. Y había un disco de Los Cuatro Ases, que era un grupo totalmente huevón pero que era famoso en los años 50 y que se tocaba “La chica con el zapato amarillo” y había una parte en que el grupo dejaba de cantar y el baterista tocaba solo con las plumillas un segundo más de lo normal. Y a mí eso me supercalentaba y me llenaba el hocico hablando de eso. Y un día un amigo que se llamaba Ricardo Plaza me llevó a su casa y para que me quedara callado puso un disco, que era “Basin Street Blues”, de Louis Amstrong. Amstrong ahí tocaba con Gene Krupa, que es un baterista blanco que ahí se manda un solo. Yo escuchaba una plumilla de veinte segundos y mi amigo me pone frente a un solo de cuatro minutos. Ese fue el jazz para mí. Tenía 14 años. Así que a mí Ray Charles canta una boleta de compraventa y me hace llorar”.

-diez-

En la cuneta. Porque en el fondo se trata de una cuestión de soul. O de funk. Bertoni como el verdadero padre funk de la culttra letrada nacional: un autor que en cierta medida se ilumina con el olor o el perfume de los dedos que han visitado el sexo femenino. En ese contexto, el erotismo que Bertoni promueve es un erotismo negro, una sexualidad soul, melómana que linda con la epifanía. No deja de ser un mérito. Bertoni supera en eso a Parra -para quien el sexo es un chiste o una broma, Parra más como Woody Allen y menos como Larry Flint- porque en el terreno de la exhibición erótica prefiere el candor al cinismo, la esperanza a la intelectualización. Los poemas de Bertoni se vuelven en ese punto tan diáfanos que llegan a esconder todos sus trucos para no hacerlos aparecer jamás. Basta pensar en “Sentado en la cuneta”: un viejo racconto del barrio -su Brooklyn paraticular- donde una larga lista de conocidos se encadena en la memoria. Ahí, Bertoni recuerda de manera evanescente y nocturna una larga galería de personajes pero también sugiere un modo de hacer memoria: escribir sobre lo mínimo, sobre el rumor y la soledad, como si se hablara de un pasado al que es imposible de volver jamás. Es en cierta medida una canción soul, a pesar de que cite directamente a Doris Day. Un poemario sobre el lamento, los dardos del recuerdo lanzados sobre las habitaciones vacías que en la mente o en el poema aún aparecen llenas, pobladas y vivas. Por supuesto, es un recuerdo sin compasión. Descarnado. “Sentado en la cuneta” hace el camino inverso a la obra beatnik, promueve al poema como una nota al pie antes que un atletismo redentor y confugura una obra suburbana donde no importa el viaje o el aprendizaje sino las señales de la memoria como caminos o faro que permitan recordar un mundo perdido. Ese mundo, por supuesto, es una canción, es música: a ratos un lamento, a ratos un síncope, a ratos lírico, casi siempre terrestre. Objeto soul, “Sentado en la cuneta” propone zonas que se desenmarcan del camino conceptual de la poesía chilena y se interna en en cronismo cansado de una época perdida. Bertoni recuerda: recuerda los escenarios felices y los juegos de la crueldad, recuerda los cuerpos y quienes los poseyeron, recuerda los rincones y los jardines. Es en cierto modo un mundo anterior a la cultura letrada, pretérito del universo de la poesía. La memoria como un relato discontinuo, extraño, un laberinto que Bertoni desenrreda casi como si no lo quisiera, al vuelo, preocupado en el fondo de otras cosas. Pero el poder del recuerdo le pega en la cara, es casi insoportable y vívido. Intenso en una densidad que sólo es posible si el texto deja de hacer efectos especiales y se sumerge en la zona muda de las imágenes que están a punto de perderse. O sea: leo “Sentado en la cuneta” y comprendo el universo de Bertoni más que con cualquier otro libro. Es su momento Motown, su Atlantic City. Es esa misma zona donde Sam Cooke canta o James Brown salta. Donde Tina aún no se ha separado de Ike. Es el final de los cincuenta y ahí reina una estática que la literatura chilena jamás ha narrado con demasiada eficacia: el mundo de la esquina, el mundo donde la ciudad es imposible de comprender y la vista se encarga de descifrar a partir de lo mínimo, de las señales de tiza en el suelo, los pelotazos y el polvo y las marcas de auto y todo los detalles inútiles que la memoria puede abordar, detalles imbéciles o nimios pero que son en cuyo interior radica el fondo de las cosas.

-once-

Dolor. “Yo creo que nada puede curar el dolor. Lo que realmente lo puede curar es lo que se alude por algunas personas cuando se habla de Dios. Si escuchas a Ernesto Cardenal, a los místicos te das cuenta de que la experiencia de Dios no se puede transmitir. Por eso que los textos de los místicos son en realidad unos disparates inconmensurables, porque la teología, para mi gusto no tiene nada que decir acerca de eso porque la teología es Dios a través de la razón y eso en sí mismo es una contradicción. O sea la razón no le entra a Dios por ninguna parte y para mí es una huevada super simple: es una huevada de necesidad. A mí el año 1998 me pasó una cosa super fuerte en la cabeza y una manera de explicarlo es como una sensación de desamparo innarrable y el único alivio que podría tener sería la existencia de un ser el que por supuesto si vino o creó el mundo no puede ser porque dejó aquí una casa de puta tan terrible que no veo por donde. Pero el hambre, la urgencia, el deseo de eso sin duda está y también están sentimientos que están unidos a la música, que es lo único que puedo relacionar con los estados extáticos de los que hablan los místicos y que es un sentimiento de estar absolutamente desbordado por un estado que no sabís que chucha es pero que cachas que es grandioso y eso es lo que ha sido mencionado por algunas personas en algunas religiones.Hay un verso de parra que yo creo absolutamente cierto que dice que imposible superar la página en blanco. Witgenstein dice la misma huevá, pero aparte de eso creo que así es la vida. Uno escribe y uno se defiende. Yo tengo una relación de necesidad con la escritura: yo escribo para aliviarme. Lo logro en una medida que nunca es total. Hay un libro de Cardenal sobre cuando él estuvo en un monasterio donde era abad el cura Merton entonces dice que todos los amores, su mujer Miriam, lo que para el pintor es la pintura, lo que para el narcotraficante es la droga, son reflejos del amor de Dios. Por eso siempre uno está insatisfecho, por eso nunca uno está tranquilo con una mina, o un pintor con lo que pinta porque son reflejos, son sucedáneos y Dios es la maldita huevá que soluciona esa huevá”.

-doce-

Versos. “ni siquiera puedo recogerme en la muerte/ de un pájaro al que tanto admiro como el tiuque/ pero trato”; “no estoy en el poder/ estoy subiendo a una micro”; "no tengo alma/ tengo un completo/ y mi salchicha/ está muy cansada".

-trece-

Dolor. Hablo con un amigo por teléfono sobre Robert Crumb. Crumb, un viejo dibujante yanqui obseso con el jazz de los años 30, las perversiones sexuales y las iluminaciones fallidas de la década de los 60, de la cual es sobreviviente. Recuerdo a Crumb. Flaco, espigado, de bigote, una especie de patriarca under. Un amante de un tiempo que ya pasó, que se coloca a sí mismo como personaje de su obra. Las feministas lo odian. Mi amigo, a propósito de los cómics de Crumb, me pregunta por el amor moderno a las cosas feas. Conversamos con mi amigo un rato sobre eso: los dibujos de Crumb son feos y sucios, caricaturas que ejercen cierto tipo de cronismo, historias que han envejecido, que se han envilecido. No es agradable leer a Crumb, del mismo modo que no es agradable leer, por ejemplo “Harakiri” de Claudio Bertoni, que posee la misma sensación de vejez y muerte, la misma idea de que la sobrevivencia es fútil de que el arte no sirve de nada, de que el deseo carcome hasta desfigurar el alma, de que la verdadera metafísica es siempre una poesía de la derrota, de las arrugas, de la herrumbre. Mi amigo me pregunta por qué amamos las cosas feas. Por qué leemos y seguimos a Crumb, a Bertoni, por qué nos concentramos en esos signos que no irradian nada más que desolación. Pienso en “Harakiri” y no me queda una respuesta clara. A Bertoni le explotó la cabeza en 1998. Una crisis de pánico que casi lo mandó a otro lado. Migrañas. Una sensación de dolor y de fragilidad tal que rompió su mundo en pedazos pequeños que le llevó años recomponer. El testimonio de eso está “Harakiri”, donde se pasea por la experiencia del dolor y de la muerte. Testimonio de su propio crack-up, “Harakiri” es un poemaria hipertrofiado y gigantesco. Una obra mayor que no tiene miedo en convertirse en una especie de espacio tumoral donde no hay salida para el lector: un tour de force que justifica y explica el mito Bertoni. A medio camino entre la paradoja zen y el chiste, entre la cita pop y el lamento, el texto traza la orilla opuesta de su propia escritura. La obcenidad alegre es combatida por la certeza de la muerte y la imbecilidad -esa sensación de un aforismo o un chiste que lo desarma todo- es la única salvación contra el dolor. Pienso en una imagen: los televisores de los buses interprovinciales de Tur Bus, algo llamado Tur Tv, que desde hace más o menos un mes atrás exhiben una colección de programas que repiten grabaciones caseras de desastres de todo tipo. Las personas que han tomado un Tur Bus en las últimas semanas saben de lo que hablo: accidentes caseros, persecuciones policiales, choques, tornados, casas en llamas, incendios, jinetes pisados por caballos, una larga lista de bodas donde algo sale mal, paracaidistas que no pueden abrir el paracaídas, volcamientos, inundaciones, tejados arrastrados por el viento, palmeras dobladas como juncos por un tornado y un largo etcétera de devastación, estupidez humana y mala suerte. Lo extraño es que ciertos pasajeros no dejan de mirar las cintas. Algunos, incluso ríen. Las dirfrutan. Yo prefiero dormir o concentrarme en un libro. O mirar el paisaje. En cierta medida es una imagen monstruosa, la misma escena en que concluye “Tesis” de Amenábar: los pacientes de un hospital con los ojos abiertos perdidos en la tele, listos para zamparse tomas de una snuff movie. Zombies vivos. La cara de esos pasajeros es la misma, el rictus expectante, los audífonos puestos, felices de disfrutar la desgracia ajena. A ratos, cuando vuelvo tarde y ya ha oscurecido y no puedo leer o dormir todo eso me parece un film de terror. O una escena, por lo menos. Algo que me recuerda cualquiera de las novelas de Chuck Palanhiuk, la idea de que en esas imágenes de destrucción hay una enfermedad profundamente adictiva, creativa en cierto modo. Pero también los libros de Bertoni: su permanente fuga hacia otro lado. Es la fealdad de la realidad, que cobra cierto sentido. En “Videodrome”, James Wood se enfrenta a la pregunta -de ci/fi, profundamente real a la vez- sobre si son las imágenes violentas de la televisión las que causan tumores cerebrales o si esos tumores obligan al espectador a ver imágenes violentas. Es una pregunta que no se responde, pero Cronenberg lo soluciona con otra imagen: Wood, alucinando se saca del estómago -al cual se le ha abierto una herida que parece una vagina, ya sabemos de qué va Cronenberg- una cinta de video que, no podía, ser menos tiene dientes y está viva. Bertoni, en “Harakiri” se enfrenta a sus propias cintas de video asesinas y sale vivo. El resultado se parece a esos comics autobiográficos de Crumb: no deja títere con cabeza, elige estar del otro lado, con los perdedores, en ese extraño Chile que habita sólo él y que ha sabido apartar del mundo. Pienso en el precio que tiene que haber pagado, un precio inmenso que sólo él conoce y del que “Harakiri” es una especie de factura o de boleta de compra, donde no hay derecho a devolución o premio sorpresa, sólo el dolor como una bolsa de pan o como un libro, un objeto pequeño capaz de destruir un mundo. O salvarlo.

-y catorce -

Hoy. “Este presente me parece más amable por una razón súper simple. Ciryl Connolly dice que ‘el otoño es la primavera del espíritu’. Para mí es así. Yo había perdido mi otoño. Miraba esas luces amarillas cristalinas de afuera, que antes me hacían llorar y no veía nada. Estaba destrozado por el dolor. Y de repente hace unos meses se acabó y sentí que el otoño volvía a ser el otoño. Y no me quiero ni mover ni pestañear para no perdérmelo”

 
Comments:
"la chica del pelo raro" lo encuentras en la feria del libro de la calle nueva york. no la pidas, demás que no saben que existe... pero si la buscas en repisas giratorias que están cerca de las escaleras, lo encuentras. eso.

sole
 
Buff, si no quedaba tan agotado te dejaba un comment... I'll be back.
 
un muy texto, tal vez el mejor que se ha escrito sobre bertoni

recuerdo haberlo leído en algún lado, en versión más breve, o me equivoco?

saludos!
 
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