Valparaíso Basura

Los japoneses utilizan la palabra gomi para referirse a la basura. Gomi alude al detritus de la modernidad condensado en objetos que han perdido todo uso y sobreviven como desperdicios de época, referentes culturales a la deriva, marcas residuales cuyo valor real es simplemente emotivo o documental. Repito: basura. Valparaíso es gomi. Puro gomi. En serio. Moderno y premoderno en su acumulación de retórica y símbolos, el puerto es un caos iconográfico donde todos los referentes han perdido la memoria patrimonial y se apilan ante los ojos del espectador descontextualidos, vacíos de todo sentido que no sea su propia ruina y abandono. Valparaíso es pura entropía. Algo que se acaba. La enésima secuela de una saga cinematográfica que se ha extendido y a la que le falta que le caigan créditos que digan hasta aquí nomás llegamos. Que saque cada uno sus propias conclusiones. Que haga cada uno su propio casette de soundtrack. No es una apuesta demasiado difícil. Valparaíso se muere y la peste está a la vista. El ejemplo más tremendo es la Ratonera, un viejo edificio en ruinas en pleno centro de la ciudad, en Calle Errázuriz, a pasos de todos los pubs de moda, a una cuadra del Mercurio y del sector comercial de calle Prat. La Ratonera es una marca de fábrica del deterioro de la ciudad y de su condición de gomi: han querido declararla monumento nacional, remodelarla o convertirla en oficinas pero no pasa nada. El hecho es que sigue ahí: una estructura a punto del derrumbe, sin puertas o ventanas; una cáscara vacía que exhibe su obra gruesa donde duermen perros vagos o indigentes, que parece a ratos un vertedero tóxico. Ha sufrido incendios, terremotos. Ha soportado la historia. Por fuera está lleno de grafittis y carteles y su alrededor solo funciona como estacionamiento. Por dentro la basura tapa la basura que se extiende en capas geológicas: escombros, restos de ropa, desperdicios varios, orina, comida putrefacta, propaganda política de los últimos años, envases de yogurt, leche, tetrabriks de vino, cadáveres de animales, posiblemente sangre humana. odo está ahí. A la vista. A un paso de las luces de la bohemia impostada de la noche porteña. A metros del axé y los ritmos de moda. Cerca de las todas las terminales de Redbanc. La Ratonera es el corazón oscuro del puerto, un músculo muerto ubicado en su centro exacto que se exhibe como un poema que los poetas del karaoke de bar tienen miedo de conjurar y los artistas plásticos evaden. Gomi. Así, no se puede dejar de pensar en cierto simbolismo: antes fue una compañía naviera y mi madre me acaba de decir que ahí pagaba, supongo que en los sesenta o setenta, la cuenta de agua. La Ratonera estaba viva y no era la Ratonera. Ahí Valparaíso era Valparaíso y no la postal quebrada que es ahora. Una ciudad a lo Edwards Bello o Aldo Francia, con textos e imágenes escritos en un blanco y negro cuidado, filmados con todo el horror con el que se debe filmar la miseria. Sin efectos especiales. Sin discursos. Ahora nada de eso existe. My baby is gone. Valparaíso es un patchwork donde la modernidad demuestra a diario todos sus errores. Un decorado de películas de terror. Una Cinecittá donde no hay actores. Solo hordas de animales que asolan a los ciudadanos: “Perros invaden Valparaíso”, “Ratas invaden Valparaíso”, titulan de vez en cuando los diarios locales que carentes de noticias, no pueden evitar glosar a ratos las señas de abandono de la ciudad. Demasiado apocalíptico. Demasiado ciencia ficción para ser cierto. Pero es así. En Valparaíso todo está despegado de su propia historia pero a la vez desea ser simbólico. Es una contradicción terrible, pero no es más que el riesgo de vivir en una postal y convertirse en un mito o el sueño mojado de un danés que cree en la Tercera Vía. Como si se tratara de un parque temático que contiene dentro de sí otros parques temáticos concentrados en cada detalle: disneylandias diarias, mutantes, fetichizadas por el mito. Mucho Neruda y poco Lihn. Imágenes congeladas en el deseo y no en lo que son, desesperadas por evadir su propio desgaste. Sin historia más que el racconto de museo higienizado que agrada al visitante. Nada que ver con el cáncer terminal que afecta a la imaginario de la ciudad representada en la mierda de las palomas, en los travestis masacrados por pandillas de skinheads, en la defunción de los viejos cines, en los nerds invisibles que trafican películas japonesas y comics, en los hoolingns del Wanderers, en el repliegue apresurado del Barrio Puerto hacia los cerros, en la llegada de una bohemia descerebrada, en los edificios muertos de pena. Nada que ver con La Ratonera. Nada que ver con el gomi.