Hay pocos espacios de libertad creativa más secretos y contundentes que los del humor gráfico. Al lado del arte clínico de las galerías y del lenguaje congelado de la crítica literaria, del pedigrí del relato como ciencia perfecta, del aura autoritaria de nuestra poesía; los dibujantes de tiras cómicas han ejercido –enquistados en diarios, revistas, semanarios- un discurso paródico e irónico que ha construido, desde los años 80 a la fecha, un cronismo invisible e indispensable.
Gente como Hervi, Palomo, Christiano o Rodrigo Salinas, entre muchos, se han convertido sin desearlo en nuestros mejores narradores locales. Eso porque desde tiempos de Pinochet, el mejor relato de nuestra identidad no sólo estuvo en las novelas canónicas –que, dicho sea de paso, ya no lo son tanto- sino en los bocetos apresurados, los chistes rápidos e iluminados, los recuadros congelados de tiras como “El 4° reich”, “Súper López” o “El canal 76”. Carne de prensa diaria, en esos comics laten los materiales con los que nuestra literatura no se ha atrevido casi nunca: el grotesco, el ridículo, el non-sense, los chistes sexuales, la urgencia política, la parodia y el contrapoder.
Basta –por ejemplo y para el caso literario- leer “El antipoeta Sanhueza” de Christiano: un volumen de tiras publicadas a intervalos en varios medios. Caricatura cliché y retrato hiperrealista, el tal Sanhueza –escritor menor e inédito- saquea comida en los cócteles, se embarca en proyectos que nunca resultan y le lanza al mundo poemas pésimos que no quiere escuchar. Sanhueza padece hambre, pena, fracaso y anonimato. Pero aún así resiste tal y como resisten los escritores locales mientras da vueltas por la Feria del Libro, trabaja de profesor básico y se enfrenta a las miserias diarias recordando –en la cabeza del lector- al “Autorretrato” de Parra, el Gumucio de “Memoria prematuras” y todos escritores aprendices que dan vuelta por la SECH en “La burla del tiempo” de Electorat.
Comparsa de titulares sangrientos, “El antipoeta Sanhueza” puede ser uno de los mejores retratos que se han hecho de nuestra clase literaria, una demostración perfecta de que desde hace tiempo la mejor literatura corre por los bordes de lo que se ve y vende en librerías o de lo que se enseña en las universidades. O de lo que habitualmente creemos que es literatura. Eso, por supuesto, fue captado por gente del medio literario: hace años, en los jurásicos 70, Dorfman y Mattelart publicaron “Para leer al Pato Donald”, uno de los mejores y paranoicos libros de análisis literario que he leído jamás. Lo divertido es que ahí no se comentaba ningún libro sino que, por el contrario, se leían entre líneas las revistas de Disney. Nadie ha reeditado el libro en Chile. Ni siquiera LOM, a la que le va el revival Quimantú. Por otro lado, Enrique Lihn, antes de morir dejó un cómic inconcluso, “Roma la Loba”, dibujado con un trazo enfermo que se deshace, volviéndose invisible y monologando con la muerte.
Así, habría que pensar en qué significan todos estos textos para nuestra tradición, viendo cómo operan, en qué sentido la modifican el canon mientras nos preguntamos cuánto le debemos a los comics y al humor gráfico por el hecho de lanzarnos a la cara imágenes que no queremos mirar, chistes que no deseamos escuchar. Todo en los márgenes de una literatura que no es literatura pero que cumple y asume las funciones de la misma, narrando la mejor y más valiente y desquiciada novela por entregas sobre nuestra identidad.
Revista de Libros, El Mercurio, 16 de Septiembre del 2005