Veo “Los simuladores” con una atención más bien literaria. Puede ser, porque tal vez “Los simuladores” sea más novelesca, arriesgada y divertida que todas las novelas de los escritores jóvenes chilenos aparecidas este año. Por eso escribo de ella acá. Me he vuelto un fan de la serie escrita y dirigida por el argentino Damián Szifron, que ahora Canal 13 filmó y exhibe en clave local. Demostración de que ingenio e industria pueden ir juntos, un mal capítulo de “Los simuladores” se parece a “Misión: Imposible” pero uno bueno se puede acercar a un cuento de Borges. Los capítulos construyen una mitología propia y coherente mientras los héroes se encargan –entre muchos cosas- de curarle la impotencia al Presidente, reventar a un comisario corrupto o quitarle la depresión a una divorciada. Todo eso descansa en un tipo llamado Mario Santos, que podría haber merecido perfectamente un capítulo de “El último lector” de Piglia. Santos (interpretado por Bastián Boddenhoffer en la versión chilena) es viudo, obsesivo compulsivo y además, lector. Un lector desquiciado, que vive en el borde de un negocio –junto con sus otros tres socios- cuyo objetivo es cobrar venganzas, ajustar cuentas, arreglar lo que está roto. El meollo del asunto –y de la serie- es que para eso los personajes urden algo llamado “operativos de simulación”. Es decir, se inventan un montaje que envuelve a la víctima en una ficción. De un plumazo lo sacan de una realidad y lo meten en otra. Santos es el que se imagina todo, el que lo diseña. El que trama las “simulaciones” como si fueran películas, operetas, comedias, fantasías adolescentes del rock o thrillers. O mejor, como si fueran folletines. O novelas. Y no tiene pudor alguno en eso. Cita a Conan Doyle, a Bram Stoker, a Dumas, a la Torah, a Spillane, a Ian Fleming mientras plagia a “Drácula”, homenajea a “Estudio en Scarlata” o se manda algún apócrifo de la Biblia. Por momentos Santos se parece al Nolan del “Tema del traidor y del héroe” –de Borges- que plagiaba a Shakespeare para salvar a Irlanda gracias a un vasto “operativo de simulación”. Como Nolan, Santos echa mano a la fantasía para remedar la realidad, para cambiarla, para vengarse de ella por quizás qué cosas. Hay cierto goce en eso, cierto placer culpable. Para Santos, toda la cultura una biblioteca interminable a la que leer, a la que plagiar. Santos simula. Santos falsifica. Santos escribe. Así, quien ve un capítulo de “Los simuladores” cae en la cuenta de que hay un punto que en las realidades –del que engaña, del que es engañado, de quien observa todo- se mezclan. Todo se convierte en una larga lista de narraciones enmarcadas. Cuadros dentro de cuadros. Citas de citas de citas. Una continuidad de los parques donde todo alimenta la máquina de la ficción. O de la parodia. “Cuando lo real ya no es lo que era, la nostalgia cobra todo sentido”, anotaba Jean Baudrillard allá por 1977. La frase se me aparece ahora como reveladora. Veo “Los simuladores” y me doy cuenta que de que están realizando operaciones y movimientos que me encantaría ver en la literatura chilena hoy por hoy. Tal vez nuestros mitos de origen son novelas no escritas que aún así extrañamos. Simulaciones. De ahí que “Los simuladores” se identifique plenamente con la clase de relatos que quiero leer. Porque Santos –o Szifron- lee a su manera a Borges tan bien como Pauls o Beatriz Sarlo. Busca en los libros, en las historias, los métodos para entender al mundo que lo rodea. Para repararlo. Para inventarlo todo una y otra vez y de nuevo.
