comelibros
Sunday, September 11, 2005
  skywalker

Nota 1: El 11 de septiembre del 2001 llegué a la medianoche a la casa. Venía de Santiago. Comí algo y me acosté. Daban “El país V”, ese horrible engendro que hizo Leo Caprile como late show y que después se fue al carajo. Ese día, un enano vestido de verde interpretaba un extraterrestre que tomaba piscolas y que le miraba el trasero a las modelos. Era horrible. Recuerdo que me acosté feliz, pensando que podía reemplazar las imágenes recurrentes del horror nacional por aquella estampa de ese alien falso y tan camp. A la mañana siguiente me despertó mi hermano. Prendió la tele de la pieza y vimos que habían asaltado Manhattan.

Nota 2: escribí esto para el Clinic, el 2003, mientras leía textos sobre magia del caos, comics de Grant Morrison e investigaba para una historia del cine de terror chileno que nunca he terminado y que he tenido que inventar de cero. Supongo que todo eso se cuela aquí. Es un ajuste de cuentas, un saludo y una revancha. Hay considerar a Allende un mito pop. Hay que considerar a nuestra historia nacional como una larga lista de malas novelas históricas o románticas o de terror. Hay que desconfiar de las mitologías. Hay que inventarlas de nuevo.

Allende es una estrella del rock. O del pop. Allende en el cielo con diamantes. A estas alturas lo mejor del 11 pasado es el hecho que le quitaron el copyrigth de nuestro presidente muerto preferido a la izquierda más dogmática y lo lanzaron de cara a las masas. Reingeniería: este 11 canonizamos a Allende. Mientras Pinochet envejece –casi contradictoriamente como una momia viva y gorda- Allende suena en la discoteca de nuestra política como un viejo hit relanzado y remasterizado. Allende Tarantino: Allende al lado de Balmaceda, Manuel Rodríguez, Víctor Jara y otros próceres al comienzo de “Perros de la calle”, mientras suena “Little Green bag” -que podría llamarse “Little red bag”- todos caminando en cámara lenta, coolísimos, prendiendo un cigarrillo y acercándose con estilo hacia el desastre. Todos de traje y corbata negra, camisa blanca, camino a su propio funeral. Y la música suena perfecta. Basta tararear un poco y seguir el ritmo y ver cómo caen las bombas y todo se destruye y nada más pensar en esa foto de Marcelo Montecino donde sale una pareja que se besa frente a la Moneda en Ruinas, una foto que podría ser firmada por Cartier Bresson, por Sergio Larraín, por cualquiera de esos fotógrafos famosos que ahora asolan las salas de arte. Pero no, la foto de Montecino es distinta. Diferente. Es una foto romántica. Pero también una foto apocalíptica. Una foto perfecta, se entiende. Ineludible. Podría ser París o Venecia. Pero es Santiago y la poesía de la imagen es contradictoria. Parece el final de “Watchmen”, ese cómic de Alan Moore donde, en el borde del apocalipsis, una pareja se entrega al amor: el mundo se ha destruido ahí, ha cambiado, ha mutado para siempre.

Allende ya no como patrimonio de Silvio, ni de Gladys Marín, ni de sus deudos profesionales sino como una marca, una camiseta, el logo que una banda de rock puede ocupar. Me gustaría ver a los Deftones con la cara de Allende o a Marilyn Manson (que en su autobiografía habla de Chile como un país donde los tanques andan por la calle con total tranquilidad) o los Prisioneros. Ya lo hizo Jorge González cuando cantó en “Mi destino” esa historia minimal de un Allende que sobrevivía al horror, que dejaba de ser héroe, que se quedaba a vivir en el barrio y en la casa del lado. Allende como un vecino antes que un protagonista de la historia, una figura incidental, de una épica minima y cercana, al alcance de la mano. Un mito más de la cultura urbana: un héroe tal y como lo entendía el Javier Cercas de “Soldados de Salamina”, alguien que tuvo el gesto correcto en el momento equivocado y que pasó a la historia. Como Luke Skywalker. Alguien que entendió bien el estado de las cosas en sus últimos momentos con la lucidez que sólo alcanzan los suicidas o los personajes literarios, esos largos raccontos que se acometen en las novelas: desde adelante hacia atrás sin escalas, la compresión absoluta de los errores personales y colectivos, las peripecias, el destino y el modo digno de solucionarlo para la posteridad. Supo del horror, de la violencia desatada como una caja de Pandora, y nos dio una herramienta para combatirlo, un mantra lanzado a quien lo escuchara: un discurso final para sostenerse en la derrota. Para esperar su vuelta. Allende como Arturo, como el padre de todos nuestros Hamlet. Como una lógica y una ética torcidas, sudacas y chilenas.

Allende como un escritor mejor que todos los Nerudas del mundo. Más cercano a la rabia de la Mistral, visceral como un De Rokha. Dandy como Huidobro. Un performancer mejor que Carlos Leppe, las Yeguas del Apocalipsis y Luizo Vega juntos. Sorry Zurita, hacerse una paja es un juego de niños: intenta escribir poesía en medio de un bombardeo. Rodrigo Fresán contaba que John Cheever proponía un ejercicio en sus talleres de escritura: el intentar redactar una carta de amor en medio de una habitación en llamas. Allende lo hizo. Su discurso final es una carta de amor escrita en un habitación en llamas. En un palacio en llamas. En un país en llamas. Eso hizo Allende y de paso nos legó una profecía, además de darnos una infancia feliz donde jugar. Allende Bogart: siempre tendremos París. Siempre, obligatoriamente, deberemos volver a la Moneda en llamas. Allende supo lo que se venía ese día. Por eso decidió quedarse como el fantasma de ese palacio escombrado. Obi Wan Kenobi antes de Obi Wan Kenobi: se convirtió en algo mil veces más poderoso de lo que había sido jamás. Las viejas fans histéricas de Pinochet no tienen nada que hacer con él. Ni la DC. Tampoco los que han susurrado su nombre en las infinitas peñas realizadas en su honor. Porque Allende no tiene que ver con Miguel Littin sino con George Lucas. El 11 de septiembre es como “El imperio contraataca”, una película sin final feliz, con un cierre de stand by, donde el espectador queda atónito por los efectos especiales (despliegue de tropas, aviones volando rasantes por Santiago y lanzando bombas en barrios residenciales, personajes armados de pistolas intentando derribar tanques), el melodrama y el hecho de entregar cada 15 minutos un clímax más espectacular, más triste, más terrible y desgarrador que el anterior. Pero no es una película, sólo se le parece y hay que pensar en ese triste espectador. Alguien que sale del cine una vez que la pantalla se ha ido a negro y camina hacia la luz en silencio, con el miedo y la desilusión y el pavor carcomiéndole la piel, sabiendo que al dormir las imágenes del film volverán y por la cresta, tendremos infinitas noches de pesadillas venideras.

No hay nada que se le compare: intentaron sepultar su recuerdo, intentaron difamarlo, borrarlo, omitirlo, convertirlo en un demonio. No pudieron, salvo lo del demonio porque siempre es mejor ser un demonio que un santo. Allende sobrevivió la caída del muro de Berlín, el fin de la URSS, a Bin Laden y Hussein. A todos. A los amigos y enemigos que se llenaron la boca con su nombre, que le redujeron los contornos y la profundidad del rostro con las líneas toscas de los grafittis de la Ramona Parra. Sobrevivió al cartel de “Se Busca” o al reflejo borroso en el vino navegado. Allende es ahora puro rock, pura música electrónica, puro punk. Allende es indie. Allende es la última moda. Allende supo que se venía el no future y nos quiso dar un futuro. Allende es a la vez muchos Allendes. Un personaje literario. El único presidente de Chile que pudo haber estado en “Viaje a las estrellas”. Un tipo armado con un fusil ruso. Un poeta en llamas. Un logo. Un suicida lúcido. Un cuerpo manchado en sangre. El tipo que descansó durante años en la tumba equivocada. Alguien que le robaba las corbatas a los amigos. La víctima de nuestra conspiración predilecta. Un JFK de pacotilla. El Sombrerero Loco –sugerencia: reemplazar los sombreros por las corbatas- de “Alicia en el país de las maravillas” invitando a la niña rubia a celebrar su no-cumpleaños feliz con una lógica sencilla y tortuosa a la vez. Todos los días son una fiesta. Para qué celebrar tu cumpleaños si puedes celebrar tu no-cumpleaños. La estadística es obvia: 364 contra 1 día de celebración. La memoria, el recuerdo de Allende, es un no-cumpleaños. Da lo mismo que sea feliz o infeliz. Pasa, sucede y permanece. Por eso escribo esto ahora, cuando han terminado las elegías y los discos homenaje y la moda se aparece como un código más para ser comprado y reapropiado. Tal vez ese sea el sentido de este no-cumpleaños donde se cumplen estos 30 años: entender a Allende –y por ende- entender la historia como un objeto irrefutable, despojarlo de las lecturas militantes y volverlo oro sólido. Tal ese es el sentido final del discurso: una botella no lanzada para su presente inmediato sino para bastantes años más en el futuro. Allende como un moribundo irónico que escribe un testamento con trampas para sus albaceas y herederos. La letra pequeña del contrato los obligará en algún momento a asesinarse entre ellos –o como pasó: ser asesinados por terceros-, desprenderse de su fortuna y entregársela a otras personas. Esas otras personas somos nosotros. Esa fortuna es la memoria. Repito: por eso redacto esto después del 11. Hola, tanto tiempo sin vernos, feliz no-cumpleaños.

Leo sobre el fusil de Allende. Un AKA 47, regalado por Fidel Castro. El mismo de “Los Magníficos”. Un arma histórica. Un fetiche. Leo sobre el fusil y pienso en que es material de novela, de ficción. Un arma fantasma, como en ese cómic de “Swamp Thing” donde los fantasmas de las víctimas de un fabricantes de armas se refugian en una casa que crece para atraparlos, para detenerlos, para hacerle pagar sus culpas al inventor. La casa se parece a la de los Trueba, en “La casa de los espíritus”, una mansión construida de manera tumoral, al azar, cuartos y habitaciones que se sobreponen a cuartos y habitaciones, subterráneos como laberintos, pasillos que se quiebran para dar paredes clausuradas, caminos sin salida, bodegas habitadas por sombras. Alguien debería escribir sobre el AKA de Allende, sobre quién se lo quedó. Se debería inventar, ficcionar con eso. Contar una historia que da muchas vueltas, que no llega a ninguna parte. Una historia coral, en el fondo muda. El AKA partido en pedazos, desmantelado, sus partes sembradas como los pedazos de los cuerpos de los desaparecidos, como los versos de esa canción de la Violeta Parra (que era punk antes de los punks, que estaba sola en un ciudad grande, que sufría de amor y no podía dejar de escribir, de cantar sobre eso) donde las diversas partes del cuerpo de la hablante se van repartiendo por la geografía del país. Una canción escalofriante. La voz de la Violeta al borde el chillido, del estallido, a punto de quebrarse, de caer en el silencio. Pienso en esa arma de Allende, en una futura pero imposible novela: cada pieza envuelta en terciopelo o en un trapo, pasando de mano en mano, vendidas en ferias de las pulgas transadas por mercenarios o marchantes de arte desquiciados, conservadas como quizás qué tesoros. Ese fusil AKA como una herencia del pasado. Una herencia de sangre, una herencia de mierda, una herencia secreta en la que no pensamos porque a los mitos no se los piensa simplemente se los devora como se devora una película, como se devora un libro, como se devora la historia familiar aprendida de boca en boca. Y eso es ese fusil: la pieza de utilería que no era pieza de utilería, el efecto especial que salió mal o salió bien, depende de donde se mire, la toma que la cámara no grabó, que quedó en la sala de montaje y que recién viene a aparecerse ahora cuando analizamos el film completo, cuando nos podemos dar el tiempo o el lujo de montar la película tal y como se monta la memoria, cambiando cosas, incorporando cosas, metiendo adentro lo quedó fuera, pensando en la narración –porque el pasado es una novela o varias o una biblioteca completa- en las balas perdidas que ahora vemos en cámara lenta, en las balas perdidas que dejan de estar perdidas y encuentran su lugar, los pequeños agujeros en el muro trizado del pasado.

 
Comments:
torero, torero, torero....
 
bellísimo, Bizama.
Acabo de leerlo; bello.
Gracias, Bizama.
 
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