Hay días en que me pregunto si eso de ser “absolutamente modernos”, que gritaba Rimbaud no se referiría más a los lectores que a los escritores. Me explico: esa condición de modernidad, abreviada y acotada, puede ser sinónimo de moda, una manera de describir las patologías del público desesperado por adquirir la última primicia del mercado. Así, esa “absoluta modernidad” puede ser una suerte de ansiedad que sufren algunos lectores, comiéndose las uñas frenéticamente y salivando en las inmediaciones de algún local, a la búsqueda de textos nuevos con los que saciarse.
Por supuesto, lo anterior es una caricatura pero esa ansiedad nos ha afectado a todos alguna vez en menor o mayor grado y dependiendo de la temporada. Incluso ha llegado a ser una pandemia. Pienso en el año pasado, cuando se publicó “
Perdí y confirmé una verdad absoluta y tranquilizadora. Para qué preocuparse si siempre vamos a leer tarde. Porque leemos tarde, atrasados. Y esa demora vale tanto para los éxitos de la temporada yanqui o argentina nos llegan semanas, meses o, incluso años después, como para nuestros propios clásicos. No leemos avant la lettre. Y aunque nos esforzamos, aunque sudamos sangre en eso igual nos perdemos contextos, chistes, referencias. Leemos traducciones, segundas ediciones corregidas, versiones pocket o pdf o copias pirateadas.
Y ese atraso es un elemento clave de nuestra idiosicracia lectora. Nos movemos entre ecos, reflejos de reflejos. Leemos a Magris en español traduciendo al italiano a Kafka. A Forn traduciendo del inglés a Kawabata. A Aira publicando tal y como escapa el Correcaminos del Coyte. Surfeamos entre el acento barcelonés, el argentino, el mexicano. Llegamos a la mitad de la fiesta, cuando la comida está tibia y la champaña ya no tiene burbujas.
Pero en todo eso hay algo notable: nos hemos tenido que inventar una lengua, un modo lector hecho de ese pachtwork. Lástima que a esa posición de retaguardia, esa línea de la sombra y de la espera, no le saquen partido los autores locales. Pero está ahí. Hemos aprendido a coser los malentendidos, a desconfiar de los traductores. Nuestro anacronismo es un atributo antes que un defecto. Nuestra biblioteca es un laberinto en vez de una autopista. Leemos tarde pero leemos a nuestro modo. Con nuestras extrañas y propias reglas. Así, una vez que perdemos la desesperación por la posesión material de la novedad literaria, nuestra tardanza lectora se convierte en novedad interpretativa. Nos perdemos en la traducción, llegamos tarde y en esa tardanza -y no sin goce- hacemos con los libros lo que nos viene en gana.
Revista de Libros, El mercurio, 28 de octubre del 2005