“Patrimonio. Una historia verdadera”, Philip Roth. Seix Barral, Buenos Aires, 2003. 237 páginas.
Señales de vida
Un padre que se muere de manera lenta pero irrevocable. Un hijo –escritor- que lo asiste en sus últimos días. Entre ambos media una larga lista de historias familiares que el padre narra, historias ínfimas, mínimas e inútiles y que el hijo recuerda y escribe. Es una muerte anunciada: el padre pierde la movilidad facial, un tumor se le cuela en la base del cráneo, tiene un sólo ojo bueno. Nada explota. No es un drama televisivo. El padre –87 años, agente de seguros jubilado, insufrible y judío- es un héroe por el solo hecho de estar vivo. A la edad en la que otros se entregan a la complacencia o la muerte, él se consagra a la vida. Y al odio. Y a la pena. Al final, el padre muere y el hijo escribe la historia para hacer, paradójicamente, vivir al padre para siempre. Es literatura pero también –en una zona inasible, dolorosa e íntima- algo mucho mejor, más atávico, necesario y poderoso: tradición. O patrimonio: el hijo que vive en el padre y el padre que pasa a la posteridad en el hijo, en las palabras del hijo.
De esto y más trata “Patrimonio”, la novela de no ficción donde Philip Roth habla de la muerte de Herman Roth, su padre. Philip, mundialmente celebrado por –entre otras obras- “La mancha humana” y “Pastoral americana”, ejecuta en “Patrimonio” –que es de 1991, recién traducida al español- un testimonio emocionante sobre la relación padre/hijo; que hace uso de las herramientas de la ficción como modo de afrontar el luto y construir, con las formas dúctiles y lúcidas de la literatura, algo parecido a un memorial.
Para lograrlo, Roth se posiciona en el extremo opuesto al Paul Auster de “La invención de la soledad”, otro texto canónico donde un hijo escritor –y judío- ajusta cuentas con su padre muerto. Mientras que para Auster la clave es la total ignorancia de las motivaciones de una opaca figura paterna, para Roth ésta se construye con pura presencia, de tal modo que en un momento (Herman agonizando, Philip operado del corazón) ambas llegan a fundirse. Lo anterior ordena el relato, una estructura hecha de espejos donde padre e hijo se contemplan –asimétricamente- para descubrirse idénticos: Philip se mide con Herman y Herman, casi siempre está a la altura de la expectativas de Philip, los dos son uno.
De ahí que la obra además esté llena de un cotidianeidad que cobra a rato un sentido mítico y que es a la postre, una fábula ejemplar. Esto, gracias a Herman Roth, el padre, un personaje durísimo y entrañable. Es él el que lleva el peso de la narración al actuar como una voz consciente de su extinción paulatina, ofrecida al lector como puro deseo de sobrevivencia y celebración de la vida. “Patrimonio” es una pequeña obra maestra y vale la pena simplemente por el encuentro del lector con Herman y sus momentos de iluminación terminal, su humor de perros, el recuerdo de los antiguos negocios del barrio y los sollozos silenciosos en memoria de su esposa muerta. Y sobre todo, por la costumbre –odiosa para Philip- de regalar todo recuerdo material, de desprenderse de lo físico, para aparecer al final ante su hijo como un espectro obsesivo que sostiene la máxima a la que el libro completo –y toda literatura- aspira: “no hay que olvidar”.
Yo maté a Marilyn
EN EL MOMENTO EN que Ernesto Cardenal visitó
Blonde, la obra más reciente de Joyce Carol Oates (1938, una norteamericana candidata un par de veces al Premio Nobel, con más de cuarenta novelas publicadas) toma esa Marilyn de cartón que Cardenal omitió y se da maña para arrastrarla por el fango, nombrarla por lo alto y sobre todo, darle consistencia al mito en un texto que es demasiado pretencioso para ser un best seller y demasiado best seller para ser artístico. Casi mil páginas donde se describe con detalle el ascenso a los infiernos de la bomba rubia original, una mujer que supo vivir mejor en la pantalla que en la vida real. La idea es justamente transformar a Marilyn en una novela, devolverle la textura de ficción con la que la cultura popular la ha alimentado hace casi cuarenta años. A pesar de seguir una línea más o menos ubicable de matrimonios y cintas, además de la aparición de un sinnúmero de famosos, el rigor biográfico es sacrificado por los golpes de efecto, los múltiples narradores y el tono melodramático que se posesiona de la segunda mitad del libro. Lo que hay aquí es la intención subyacente de hacer una contralectura femenina que explicita desde justamente los quiebres de la visión masculina, intentando mostrar las distancias entre el mito de la pantalla y la fragilidad de su asidero con lo cotidiano. Esa mirada femenina reconstruye -intenta reconstruir- desde la ficción el aura de un personaje cuya hagiografía desborda lo simplemente literario a pesar del éxito de ese campo a la hora de acercarse al mito.
Dicha aura valida la perversión de la historia vía novela, un texto que no podría haber sido escrito en otro momento que no fueran los años finales del siglo XX, cuando las conspiraciones se pusieron de moda y las leyendas urbanas comenzaron a ser una manera casi cómoda para el ciudadano de demostrar su malestar con la cultura. Y es esta franquicia posmoderna la que da a Blonde su costado más original porque al renegar de la historiografía y cederle lugar al murmullo transforma el delirio, sobre todo en las páginas finales, en un instrumento político. Sobre el final del libro Joyce Carol Oates termina cediendo a la cultura popular, Marilyn es casi vejada por JFK -que además se la cede como objeto a uno de sus socios mientras está dopada-, queda embarazada del mismo y es asesinada por
Esta construcción de una historia alternativa -como en América, de James Ellroy- legitima el exceso como la cualidad más visible de la novela. Blonde es un texto excesivo, le sobran páginas, líneas argumentales y teorías. Un acercamiento más bien grueso -en todo sentido- a la gran novela americana, esa utopía mítica que ha acechado a los escritores yanquis desde comienzos del siglo XX. Así, es significativo que un tema que a Truman Capote le tome diecisiete páginas ("Una hermosa niña") y a la dupla Jorge González/Miguel Tapia un par de estrofas de su canción más bailable ("¿Quién mató a Marilyn?") termine en Blonde hipertrofiado a propósito, con el objetivo de descubrir todos los ángulos pero sin lograr al final desnudar ninguno.
Lo mejor de la novela son por ende las primeras trescientas páginas a pesar de que luego se disuelvan en una tragedia griega cuyo final lo sabe cualquiera. Aún así los momentos en que se narra la vida de Norma Jean Baker desde su niñez hasta su primer divorcio son impresionantes. Tratan de la gestualidad de una maternidad torcida y de los intentos inútiles de una niña para escapar a esa realidad, buscándose una familia, creándose un pasado, una historia fuera de la pantalla para descubrir cada vez de manera más cruel, que en Hollywood Babilonia (como alguna vez llamó Kenneth Anger) la vida debe ser contemplada desde afuera, desde la oscuridad de las butacas. La escritura de Joyce Carol Oates prueba acá todo su repertorio porque para describir el imaginario confuso de una niña evita el narrador único de la biografía escandalosa. Salta desde la corriente de conciencia al cuento de hadas sin problemas para ejemplificar la cantidad de miradas que convergen en la escritura de Marilyn. Así se deslinda no sólo de una ficcionalización efectiva de la secuencia de hechos que provocan en el personaje todos los vacíos afectivos que serán su estigma, sino que también es una reflexión sobre la relación de los mismos con la histeria femenina, la ausencia del padre y de ahí, la imposibilidad de Marilyn de fijar una personalidad debatida entre el miedo a la locura y la necesidad a ultranza de reconocer sus raíces (llamará "papá" a todas sus parejas de ahí en adelante)
La conclusión que se puede sacar de todo es que la rubia muerta con la que trabaja la autora no posee la sofisticación de la de Capote, ni es la niña perdida que Cardenal no quiso regalar al público en su última visita a Chile. Por el contrario, el retrato de Joyce Carol Oates tiende a acercarla a la canción de Los Prisioneros, tal vez porque ellos trabajan con la misma memoria pervertida y llegan a un lugar similar, una mujer vacía que es llenada por medio del recuerdo, en una arqueología de la personalidad congelada en la pantalla. Un enigma, al fin y al cabo. Por eso lo mejor de Blonde es que le saca partido a la leyenda, demostrando las inconsistencias de una biografía que se escapa al documento y da paso a la conspiración y la sospecha. Lo peor es que quiere presentar como descubrimiento algo ya sabido de antemano, una ley tácita que sugiere que todas las ambiciones rubias tienen las raíces negras.