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Monday, October 31, 2005
  old wave

Marisol García se interrogaba hoy día por el hastío de la era ochentera como código cultural. Escribí esto para The Clinic hace dos años atrás cuando aún la era ochentera no explotaba al punto de merecer una investigación exhaustiva como la de Macarena García & Oscar Contardo. Aún era algo más o menos secreto. Yo, en esa época, estaba interesado en las coincidencias desatadas por la republicación de unos cuantos libros de poesía canónicos y ciertas sonoridades en boga en las radios para el adulto contemporáneo. Mezclé ambas cosas y salió esto. La historia, por supuesto, me superó. Los 80 se desataron y devoraron todo. Hay música que ya no soporto. Los Depeche Mode del Violator, por ejemplo. Comparto del hastío de Marisol. Sobredosis, supongo.


Old wave

Stephen King tiene un cuento que se llama “A veces vuelven”, del que solo recuerdo el título y la anécdota de fondo: unos cuantos fantasmas adolescentes-psicópatas que vienen de ultratumba para torturar al protagonista. Creo que hay un ritual de magia o un pacto con el diablo y da lo mismo. Lo que importa es el título y el concepto, que se aplica como anillo al dedo a nuestra última y más flamante moda: el revival de los 80. Así que allá vamos. A veces vuelven y son fantasmas o códigos pop. Vuelven Diego Maquieira y Duran Duran: artistas idénticos que capitalizan su éxito pasado y viven de una autonecrofilia, demostrando –con respirador artificial, como Maquieira; con cirugías que tapan el sobrepeso, como Simon LeBon- que siguen vivos y su legado es simplemente ser ellos mismos. Vuelven los Pet Shop Boys y Enrique Lihn, con más y mejor dignidad que los anteriores: la suburbia y el centro, con el lenguaje de la gente. Vuelven New Order y Rodrigo Lira: el legado y las secuelas de ciertos héroes terminales, la poética de los suicidas –Ian Curtis, el mismo Lira- sobreviviendo por el mito colectivo, envasadas en flamantes box, mutadas en éxitos disco y libros patrimoniales. Vuelven Los Prisioneros (una vuelta innecesaria que parece teleserie), vuelve Juan Luis Martínez (más un novelista de misterio que un poeta), vuelve Electrodomésticos, Pablo Oyarzún edita un libro con sus grandes hits críticos, G.I.T. hace recitales junto con Valija Diplomática y UPA anda por ahí como el Noreste: gente que se cree su propia publicidad de vanguardistas.

¿Pero qué tiene la década de los 80 que nos obnubila tanto? ¿Por qué vuelve ahora?. Lo saben Britney Spears y Arturo Fontaine Talavera: la nostalgia vende. Es un sistema de referencias y una peste cultural: siempre miramos hacia 20 años atrás. En los 90 estuvo Tarantino y la época disco. Ahora tenemos a Madonna y los Smiths. La razón: lo necesitamos, es el pasado feliz que queremos inventarnos. Es cult y cool. Es la mecánica del pop donde se le aplica a la memoria cultural una máscara facial. Se le limpia para volverla menos molesta y más descifrable. Sin impurezas. Es la máquina de la chilenidad, el virus del bicentenario que se acerca: queremos hacer de todo patrimonio. Cero residuos tóxicos. Puros envases nuevos: volvemos santos a los pecadores y víctimas a los asesinos. Buenos libros a los malos. Lloramos con singles que hace quince años nos daban asco.

Puede ser: es la manera en que se construyen los nuevos clásicos y se re-narra el pasado como nos convenga. Nos creamos una década alegre, un jardín infantil con el que jugar. Blanqueado. Perfecto. Así, olvidamos lo obvio, los 80 fueron la década dispersa por excelencia: un territorio lleno de acumulaciones y sampleos, una construcción –literaria, cultural- mutante, llena de contradicciones y sinsentidos. Recordar la dictadura es recordar un puñado de peinados raros y de música horrible pero también unos cuantos buenos textos borderline, de resistencia: Lihn publicaba poesía en pasquines y revistas de comics; Lira iba a “Cuanto vale el show” para suicidarse como un romano meses después; Juan Luis Martínez inventaba las vanguardias en la provincia. Pero no queremos ver eso. Ahora todos vuelven en ediciones masivas y bien hechas y perdemos de vista la suciedad, la calle y el silencio. Y no nos importa esa diferencia.

Es literatura y música, pero también es vida. Discursos perdidos, estáticas culturales, heroísmos banales que no podemos ver porque la nostalgia nos obliga a comprar ficciones literarias y adquirir soundtracks para recordar más claro y recordar mejor. En colores. La old wave es pura memoria emotiva. Y se le lee, se le escucha bonito. Tiene mística a pesar de obviar que los 80 fueron un imperio de lo banal, de la afasia: su poesía recogió los quiebres, los renuncios, la lingüística del horror o la estupidez. La buena música supo hacer collage de sus partes, trizarlos para resistir y darles un sentido nuevo. El mejor Maquieira, el mejor Lihn actuaban tal y como los primeros singles de Electrodomésticos: pedazos de puzzles diversos unidos a la fuerza para acabar significando algo, lo que fuera, pero que al final terminaba conmoviendo al público.

Ahora todo vuelve. Todo es moda. Es como en el texto de Stephen King pero distinto a la vez. Son fantasmas pero carecen de terror, son incapaces de hacer daño. Es el efecto especial de la nostalgia, de la película con happy end que el presente nos cuenta sobre el pasado. Un racconto donde perdemos de vista la ironía y el daño, el miedo, la violencia de lo cotidiano y ganamos simplemente un puñado de palabras que se nos aparecen vacías. Una canción que se baila en la disco indie de moda –chicas disfrazadas de Madonna, clones de Morrisey, darkies mapuches con el pelo a lo Robert Smith-, la música de esa adolescencia idílica que este país jamás tuvo, un pasado lejano, feliz e inexistente, que nos apresuramos a recordar.

The Clinic, 2003

 
Comments:
Los Pet Shop Boys nunca se han ido. Más que una banda son política delicatessen. Che Guevara y Debussy en la pista.
 
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