Se acabó Rocinante. No va más. Lástima. Mala cosa. Demon days. La verdad que podría hablar de el fin de una era, de horrible que es la situación de la cultura chilena y la falta del apoyo del estado pero no lo voy a hacer. Eso lo están haciendo todos, con justa razón y Faride Zerán a la cabeza. Lo que si voy a hacer, de manera algo gratuita es publicar aquí como pequeño homenaje, un texto que mandé hace años y no me pescaron o no llegó y con el que no pasó nada, una pequeña necrológica sobre Sergio Vodanovic que era, tal vez, demasiado pop al lado de tanta cosa dedicada a Neruda, y que ahora viene de perillas cuando se ha desatado todo este revival de los 80. (Ojo y desvío acelerado: “La era ochentera”, el libro de García & Contardo está total). Pero vuelvo al tema. Se acabó Rocinante en los momentos justos en resucita el catálogo discográfico de Rodolfo Navech. Los caminos de la vida son absolutamente idiotas. O como dice Dylan, creo, no hay forma de volver a casa.
Contrabando de emociones
No deja de ser sorprendente que en casi todas elegías escritas sobre el dramaturgo Sergio Vodanovic, se mencione como nota al pie de página que además de ser parte clave de la historia del teatro chileno, además se haya encargado de escribir unas cuantas teleseries. Marginar esa parte de la producción de un tipo como Vodanovic no sólo es curioso sino que significa condenar al ostracismo un formato, el del melodrama televisivo, que resulta ser parte integral de la cultura popular chilena.
El acto puede ser intencionado y justificado: en el teatro siempre es necesario ejercer algún tipo de memoria forzada para traspasar a la historia los hitos del mismo, mientras que en el caso de las teleseries el recuerdo está asegurado de antemano. Ahí la masividad obligada del producto deviene en memorabilia popular como un registro de tics, modismos que representan el signo de los tiempos donde el espectáculo fue producido (sí, las teleseries son un gran espectáculo), y la fagocitosis de argumentos, personajes y efectos que deviene en una suerte de canon del culebrón, un hilo oculto que hermana las formas que tiene el medio televisivo latinoamericano de contar las historias del ciudadano, de representarlo vía ficción.
De ahí que no sea extraño que Vodanovic haya firmado una de las teleseries más perversas jamás hechas en Chile, "Los títeres" que data de la mitad de la década de los ochenta y que es recordada como un hito en el medio por razones que van desde lo estético hasta lo anecdótico. Protagonizada por la dupla Munchmayer/Di Girolamo y dirigida por el otrora eficaz Oscar Rodríguez, "Los títeres" tenía todos los elementos comunes del medio (venganzas, relaciones trizadas, parejas divididas y lucha de clases) pero además sumaba un lado retorcido casi inaudito. Una obra extrema a la hora de tratar el tema de la venganza y la culpa: una mujer vejada y huérfana retornaba a Chile para vengarse de quienes habían causado la muerte de su padre, se habían burlado de ella y la habían forzado a un exilio donde por necesidad se había transformado en empresaria. Hasta ahí la obra no tenía nada nuevo, nada que no hubiera tratado Arturo Moya Grau de "
Todo en "Los títeres" era viciado, enfermo y retorcido. Sergio Vodanovic se encargaba de escribir los textos y Oscar Rodríguez de hacer el resto. Desde la angustiosa canción inicial hasta los ambientes, pasando por un tono generalmente opaco de iluminación mostraba un Chile en extinción, ese que terminó de rematar el kischt de las políticas habitacionales de la dictadura. Eso, porque a pesar de tratar de megacorporaciones, "Los títeres" tenía en la cultura del barrio su elemento fundamental. Centrada en la vieja clase media chilena, el tono íntimo del programa siempre estaba en tensión, a punto de estallar, como los personajes, que vivían en perpetuos desastres: escritores frustrados, fotógrafos de pacotilla, aristócratas que contemplaban el apocalipsis de su vida familiar.
Con todo, voluntaria o involuntariamente, "Los títeres" era una de las alegorías más ácidas firmadas en tiempos de dictadura porque a pesar de su carácter masivo, se las arreglaba para ver más allá del género y meter algunas emociones de contrabando. No tocaba el tema político directamente pero el estado de sospecha que se colaba en la obra (del mismo modo que "La última cruz" de Arturo Moya Grau) trascendía el promedio. Es obvio que una teleserie como "Los títeres" ahora resultaría indigesta. Los tiempos que corren piden salidas fáciles, humor rápido y emociones ligeras como un yogurt. "Los títeres" no tenía nada de eso, tenía violencia, susurros y paredes asfixiantes. Tenía un sentido de la justicia implacable y algo de afán de redención. Tenía algunas fallas, eso es obvio (detalle anecdótico: actuaban Luis Jara y Marcelo, el de "Cachureos") pero se las arreglaba para hacer que los decorados falsos descorrieran un poco los tupidos velos, explicitando en el drama de consumo masivo algunos temores que el espectador real vivía a diario. Eso de por sí es un mérito, algo casi inencontrable ahora, en la iluminación impecable del melodrama ligth que sólo quiere afirmar el rating del noticiero.