Bang! Boom! Lihn!

Debió de haber sido el 92. Yo tenía 16 años. En algún momento había escuchado a Dicky Hodge declamar en el “Extra Jóvenes” el “Monólogo del viejo con la muerte” de Lihn. Me había matado. Yo leía comics por esos días. El Trauko. Matucana. Bandido. Y veía tele. Y estaba este tipo, que era poeta, el tal Dicky Hodge que hablaba de libros en la tele: hablaba de Mishima, por ejemplo. Y de Lihn, que se había muerto en 1988 dejando “Diario de muerte”. Antes, en el colegio, un profesor nos había hablado de Teillier, que estaba aún vivo, supongo que en La Ligua o en la Unión Chica o en una dimensión desconocida perdida entre ambos lugares. Pero yo no sé si Dicky Hodge habló de Teillier. No lo tengo claro. Lo que sí recuerdo es que habló de Lihn y leyó el poema que fue un cross a la mandíbula, un golpe seco en la oscuridad. Punch. El dato importante es que fui a Valparaíso a un encuentro nacional de comics. Andaban todos. Udo Jacobsen se ganó un premio. Vi un documental español donde salían trabajos de Bilal y el “Watchmen” de Alan Moore. Felva me autografió una Beso Negro que después perdí. Fueron dos o tres días. En el medio, Pablo Brodsky lanzó “Un cómic”, un volumen que tenía dos partes: una larga entrevista a Jodorowski donde el viejo y falso mago explicaba de manera más o menos técnica cómo se hacía una historieta, cuánto debía de demorarse, cuantas páginas a la semana hacía un dibujante, cómo enfrentar las crisis creativas. Era ilustrativa la charla: en un universo donde la historieta es una actividad profundamente artesanal, Jodorowski daba clases de cómo transformar el asunto en una industria. De cómo tomarse en serio. Impresionaba de veras. Pero la segunda parte era la que interesaba: “Roma la loba”, el cómic inconcluso que Lihn dejó antes de morir: una aventura torturada de un tipo engañado que se va a un país ficticio. Lihn, que como decían –creo que Gimferrer en un prólogo- se exhibe al borde de su propia disolución en ese cómic. Da pena, odio, rabia, horror, verlo, leerlo. Es denso cómo sólo puede ser densa la obra de alguien antes de morir: en cada trazo hay una carrera que intenta burlar al tiempo, superarlo, reírse de él. Pero es imposible. Lo que más conmueve del cómic es que su trazo nunca está fijo, se vuelve más barroco, los encuadres de páginas más desquiciados, las figuras pierden semejanzas unas con otras. La cosa es tan abigarrada que recuerda a esas viejas y mutantes prosas firmadas por el desquiciado Gerard de Pompier, el alterego barroco e impostado del mismo Lihn & Germán Marín. Pero hay algo más ahí, porque se trata de un ejercicio extremo: la búsqueda por aprender una forma de arte en los momentos precisos donde no queda tiempo, donde no hay nada que hacer contra lo inevitable. Pero Lihn se comporta como un hijo de puta ante la muerte: escribe “Diario de muerte” y deja un testamento pero a la vez se lanza a explorar un universo que no conoce, a desplegarse, a dejar la sangre y la tinta sobre el papel. “Roma, la loba” recuerdo ahora me voló la cabeza ese verano. Me hizo pensar que había un camino ahí, una zona de desastre, un decorado donde sentarme a leer. Hay pasado casi 15 años de eso. Lihn dibujó todo el 87, el 88 y después murió. Yo le presté y perdí y recuperé el cómic varias veces. Desde hace algún tiempo está en internet y gratis. He leído demasiadas historietas y libros pero por alguna razón recuerdo a “Roma, la loba” con un cariño especial, un cariño por esas obras que nos están diciendo cosas que no comprendemos en un primer momento pero después nos cambian del todo y nos enseñan a mirarnos a nosotros mismos. No sé por qué recuerdo a Lihn ahora y a su historieta. No tengo idea. Pero no importa. Las razones son accesorias o impostadas. El cómic está ahí y crece en mi memoria. Lihn lleva años muerto y ahora es el centro de nuestro canon, el espíritu vudú o el demonio al que nos encomendamos ante las encrucijadas y los caminos.