Los amigos del Clinic cumplieron siete años. Hay maldiciones sobre eso, no sé si bíblicas y para celebrarlo en regla lanzaron un número especial, uno de eso dossiers bestiales que de vez en cuando inventan. Y yo –entre mucha gente- escribí ahí. Sobre farándula, un género divertido en el que hay que meterse. Este es el texto. La foto de Maquieira viene y no viene al caso pero da lo mismo: una vez que te atrapan los malditos de LUN no sales jamás del limbo catódico.
Todo cambió el 98, cuando detuvieron a Pinochet en Londres. Ese día algo se quebró, algo se soltó. Puede que eso haya sido el fin de una época. O el comienzo de otra. Imposible decirlo. Todo sigue cambiando. La cultura está hecha de pequeñas batallas así, momentos imperceptibles, giros estúpidos o secretos. Pienso en uno, que representa todo lo que hemos avanzado o retrocedido, que a lo mejor dice hacia dónde vamos: el instante en que en “Las últimas noticias” comenzaron a llamar al poeta Diego Maquieira para que opinara de cualquier cosa. Opinólogo desmedido, Maquieira, quien fuera alguna vez la gran esperanza de la poesía chilena, hablaba casi todas las semanas sobre mujeres o política. Una vez, incluso, llegó a afirmar que le mandaba mensajes telepáticos a Iván Zamorano para que no se casara con Kenita o algo así.
Eso pasó hace dos años. Que llamaran al poeta resumía lo que había pasado los últimos años en nuestra cultura: ya no había nada que respetar. No valía la pena. Todo valía lo mismo. Todo era oro o basura a la vez. Así, mientras Rocinante comenzaba a languidecer, LUN empezaba a triunfar y eso definía nuestro imaginario. Una nueva época: adiós al “Show de los libros”, bienvenido “Primer plano”. Maquieira -alguna vez un pequeño mesías literario- era reducido a ser un payaso más en el carnaval de las bestias de la farándula chilena, a la altura de personajes impresentables e imprescindibles como Kathy Druillas (una go-go dancer que hacía noticia por el color de sus uñas), el Dandy chileno (capaz de citar a Joyce mientras se sacaba un diente en cámara), el vidente Alejandro Ayún (profeta de una numerología obtusa y de catástrofes imposibles) o Emeterio Ureta (aquel empresario rancio que ostentaba cuadros y camisas falsas, desesperado por figurar en tevé).
Pero no se trata de LUN solamente. La película de nuestra cultura se puede narrar como una imposible colección de fotogramas dispersos, o como una secuela de ese viejo poema de Parra, “Los vicios del mundo moderno”. Al azar: el profesor Rossa grabado in fraganti meando a Guru-Guru, que ingresó luego en un tratamiento de desintoxicación; Julio César Rodríguez siguiéndole el juego a renacidos ídolos patéticos como Rodolfo Navech; Bolaño muerto; Lucho Jara superstar; Diamela Eltit escribiendo de los cajeros del Líder; Mekano fabricando mierda al ritmo del axé, la cumbia villera y el reggeaton, todo servido para “la juventud que no sabe leer” como dijo alguna vez Nicolás Copano; Nicolás López patentando un singular método abortivo con un apio en cámara; el fin de “X-Files”, “Buffy la cazavampiros”, “Seinfeld”; Marcelo Ríos atropellando a alguien, orinando a alguien, bailando con alguien, llorando por alguien; reality shows católicos y sin sexo; Ivette Vergara en un confuso incidente de paternidad; una huelga en “Cachureos”; Vivi Kreutzberger creciendo de a poco y en silencio, pasando de ser un caricatura a una entrevistadora feroz lista para devorar la pantalla.
La lista es larga e interminable. Estos años la política se farandulizó y los reporteros de farándula se convirtieron en nuestros mejores cronistas. Mientras Avila llevaba una torta de novios al Congreso, Lavín visitaba a las tropas con Marlen Olivarí. Las verdaderas discusiones respecto a la moral privada y pública –la ley de divorcio, las salidas del closet, el destape- no se dieron las editoriales de los periódicos sino en la sección de espectáculos. Fue ahí donde vimos a Rodrigo Eytel - vocero del procesado Pedro Espinoza- convertirse en cantante de una banda pop mientras animaba programas de un día en UCV y cantaba hits olvidables. De este modo, si antes el ciudadano consumía política, en los últimos siete años empezó a cebarse con la vida de una clase social –los famosos- inventada sobre la marcha. Ahí, nuestro jet set se inventó en algo eminentemente trash, lleno de fubolistas, modelos, videntes, actores y famosillos varios. En esa extraña kermesse el rey feo siempre fue Iván Zamorano y como él, el resto de los invitados aprendieron a vender sus intimidades a los medios.
Es asombroso lo que hemos escuchado hasta el momento con la excusa –como lo dijo el mismo Iván- de compartir su verdad con el pueblo chileno: abortos, intentos de asesinato, adicciones de todo tipo, violencia contra animales, infidelidades, compra de objetos robados, enfermedades catastróficas, acosos y abusos sexuales. Con este panorama, no es menor que la persona más lúcida sea un tipo como Felipe Avello, dispuesto a sabotear este mundillo desde su mismo centro. Avello ha tensado todos los límites del formato: ha parodiado los intentos de ser cult de animadores como Sergio Lagos, inventado noticias falsas de sí mismo y ganado portadas, se ha peleado en cámara, ha llegado borracho al set, ha entrevistado gente con los pantalones abajo. Y no lo han echado. Por el contrario, su fama ha crecido a pesar suyo, ampliando su margen de catástrofe.
Se agradece. El éxito de Avello es inédito pero no extraño. Señala lo que hemos cambiado, los esfuerzos de nuestro imaginario poniéndose para ponerse a la altura del surrealismo de los tiempos. Y lo hemos hecho, de a poco, no sin esfuerzo. Porque la farándula es una mierda pero nos ha reafirmado algo que olvidamos en los 90, obsesos como estábamos de ser un país creíble en la medida de lo posible, algo que la detención de Pinochet nos señaló: la realidad nos desborda siempre. Superados por la imbecilidad y el horror de