Pienso en estos días: nada más divertido que escribir un diccionario o una historia de la literatura. Nada más inútil, creativo y, por supuesto, parcial. No lo digo en el aire. Leo a Alone y a César Aira y me doy cuenta de que la lexicografía literaria no sólo es una forma de la ficción sino también un campo de batallas del gusto además de un sofisticado modo de revancha.
Lo digo en serio. Borges lo comprendió bien cuando se dio cuenta de que las enciclopedias eran aún más peligrosas que las novelas. Alone y Aira también: “Historia personal de la literatura chilena” y “Diccionario de autores latinoamericanos” no sólo son pésimas o extrañas obras de referencia –a diferencia de los tomos del viejo Parnaso, donde los estudiantes de literatura saqueábamos resumenes de los textos que no leeríamos jamás- sino también autobiografías privadas de libros favoritos o detestados, escritas desde esa supuesta impunidad que otorga el didactismo, donde se dicen infinitas barbaridades, se omiten nombres y se escribe como se quiere.
Por su lado, Alone abomina de métodos, sistemas y estructuras mientras escribe o le cede la palabra a otros, soltando sentencias, detalles instrascendentes, vengándose de lo que le aburre, apuntando viñetas. Una de las mejores, por supuesto, sobre Mistral: “Se hará un film algún día con la pobre muchachita de Monte Grande que, en momentos aciagos, atraviesa la plaza (…) perseguida a piedra e insultos por sus compañeras de curso”. En su libro, Alone no sabe lo que son la historiografía ni los diccionarios, ni le importa: hace uno a su modo. Su gesto es megalomaníaco además de ser temporal. Una dispersión que deviene en una multitud de registros, que saltan de la biografía a la crónica y a veces, incluso, a la crítica. Especie de novela-río de la literatura chilena, su “Historia Personal…” tiene cierta gracia como anotación de lecturas personales contrabandeada sin disimulo.
Por otro lado Aira, le saca otro filo a su compilatoria. Su “Diccionario de autores latinoamericanos” es una poderosa máquina vanguardista: un texto anacrónico e inédito al que no se le han hecho muchas correcciones, un montón de fichas que se han montado luego alfabéticamente. Aparecen Autores vivos declarados muertos, héroes invisibles y salidas de madre impagables, inesperadas. Sobre María Luisa Bombal: “su obra, algo lánguida y con pronunciadas caídas en la cursilería, es mínima: dos novelas cortas (…)que en realidad son dos versiones de una misma fantasía nebulosa”.
Uno puede estar de acuerdo o no con Aira, o soportar o despreciar a Alone –como Lihn, que lo leyó en su fase terminal mejor que nadie- pero no se les puede negar a ambos cierta libertad textual. Al lector le dan ganas de escribir su propio diccionario leyéndolos. Le entra el deseo desquiciado de intentar alguna versión no escolar de su propia biografía literaria que no le pida permiso a nadie, que no sirva para nada, que muera en sí misma ajustando cuentas para novelar lo propio o lo ajeno como las bitácoras de un viaje por las tierras baldías o el infierno.
Falta leer a Alone del modo en que se lee a Aira. Y a Aira como Alone. O sea, a Alone como un novelista –burgués, relamido, antojadizo- sin novela y a Aira como un crítico sin dicho rótulo. Porque se extrañan obras así: enciclopedias idiotas, diccionarios mutantes, manuales literarios despercudidos de cualquier gravedad metódica, diarios del lectura encubiertos. Formas breves o extensas de una libertad que la academia pocas veces exhibe, que no se enseña en los colegios, que es invisible en nuestra ordenada y temerosa biblioteca.
Revista de Libros, El Mercurio, 2 de diciembre del 2005.