comelibros
Friday, February 24, 2006
  de vuelta al patio de la casa

De vuelta al horroroso Chile. No posteo hace un mes. Me desenchufé. Me entrevistó en gran Oscar Contardo en Artes y Letras por “Postales urbanas”. Compré “Los Sorias” de Laiseca. Vi a Coddou y a Mellado en el zócalo del Consejo de la Cultura en Valpo. Presenté a Baradit en Viña y le comenté algo así como que él era “una suerte de Borges en pasta base” mientras hablábamos de gaviotas cargadas con armas químicas. Luego estuve en Baires con Carla y volví de Baires. Mientras, escribí unas cuantas columnas que pongo al día ahora. Descubrí que Harold Bloom es fanático del heavy metal. Tomé notas para una novela. Vi “24 hours party people” y “Serenity”. Los textos siguientes dan cuenta del asunto. Hay días en los que creo que el comelibros –la columna- es lo más parecido a un diario de vida que he llegado a tener. Raro pero ciero.

Vacaciones

Recuerdo que alguien me dijo que no se puede leer a Kafka en la playa, una afirmación que me sonó demasiado a estudiante de literatura buscando la instrospección. Aunque lo importante es lo que quiere decir en el fondo: salir de vacaciones exige a sintonizar el paisaje con los libros. O contraponerlos. Dependiendo de cada quien, hay obras que no se pueden leer si no es estando de viaje, en movimiento, fuera de casa, en otro lugar que no sean los extramuros de la ciudad, el campo o la playa, aquel silencio.

Es como si la mente y el corazón, lejos de la rutina, se obligaran a hacer lecturas distintas buscando vías de escape o iluminación, formas del relajo. Así, a lo mejor, por eso se leen tantos policiales y novelas románticas, amén de los éxitos de la temporada que se dejaron de lado. Pero también otras cosas porque, para el verano se acumulan libros como quien acumula deudas. El paisaje ajeno, lejano, el olor de la ciudad desconocida o la velocidad de la carretera son excusas suficientes para pagarlas, para hacerse cargo de lo que en otro momento se considería una frivolidad, una excentricidad, una pérdida de tiempo.

Como lector, de vacaciones, uno queda disculpado y se siente –guardando las distancias- como esas estrellas de rock que se van de gira y destrozan habitaciones de hotel por el sólo hecho de que pueden hacerlo. Gente que lanza la tele por la ventana, mete autos en la piscina, mancha con ketchup o sangre las paredes. Leer en vacaciones se parece a eso; no hay que guardar ninguna compostura salvo el hecho de que hay que intentar -como única y variable regla- ajustar las ficciones ajenas a lo que se ve, establecer puntos de contacto o de fuga con el entorno.

Lo anterior sirve para convocar a fantasmas o imágenes que de ningún otro modo hubieran venido. Uno puede exorcisar –como si fuera un tour literario- a Couve en Cartagena o a Parra en Las Cruces aunque en realidad sea mejor olvidarse de ellos y leer a Chandler o a Ballard o a Anne Rice. El litoral central, por sugerir un lugar, se convertiría en el escenario de un crimen, una antesala para un apocalipsis sordo o idiota o un decorado más o menos gótico. Vampiros en Cartagena. Un crimen en el Quisco. El fin del mundo en Algarrobo. Algo por el estilo.

Pero exagero, aunque es cierto que uno lee fuera lo que no lee en casa y cambia de lecturas del mismo modo que cambia de ciudad. Así, de vacaciones, el lector tiene derecho a volverse loco o excéntrico o idiota, mientras se enfrasca en novelones y le compra a los piratas best sellers que prestará o dejará tirados en alguna parte, botados en la arena, en el cuarto de una cabaña.

Lo importante es el cambio de rutina, la agenda que se permite un desliz lector. Y ese desliz es importante. Puede salvar la vida, romper la realidad, convertir las vacaciones en otra cosa. Para cerrar, un ejemplo. Anota Alan Pauls sobre el hecho de haber leído así “Los detectives salvajes” de Bolaño, de casa, de vacaciones y a la deriva “un verano, en un lugar de playa sin luz eléctrica, sin autos, sin agua potable”. Para Pauls “hay libros que tal vez sólo podamos acoger si disfrazamos nuestra hospitalidad de desesperación o de urgencia”. De acuerdo. A uno lo le queda más que perderse en el extraño vacío entre la página y el horizonte, como si en ese rabillo del ojo uno esperara una revelación, un golpe seco, un ruido blanco.

Riesgo


(1)

Desde hace un tiempo, en dos columnas publicadas en este mismo medio, Alberto Fuguet ha narrado el proceso mediante el cual se ha convertido cuasi religiosa y paulatinamente a la no ficción. Es un relato inquietante, el de un lector asombrado que confiesa que “cada vez me atraen más aquellos libros donde no se miente (o se miente poco o se altera muy poco la verdad)” mientras cita a Ellroy o Fitzgerald, y asume el hecho –terrible para un novelista- que la ficción es puede ser un camino transitado o agotado.

La verdad a es que por momentos tiene razón. Basta darse cuenta de que “Puño y letra”, el ejercicio de montaje que hizo Diamela Eltit del juicio del caso Prats es su mejor obra en una década. O que “Tejas Verdes” de Hernán Valdés es relato político mejor –o más conmovedor- que “Casa de campo” de Donoso. En ambos, las relaciones entre autor y narrador, vida y obra, texto e ideología hacen equilibrios precarios y radicales, imposibles para cualquier ficción.

Es comprensible la opción de Fuguet dado que para cierto público lector nacional, la ficción, desde hace algún tiempo carece del riesgo y del vértigo que la no-ficción puede entregar, aquella sensación de dejarlo todo en la página, carne y sangre incluidas. Que yo sepa, no hay ningún novelista chileno –incluso como documentación o investigación- que haya viajado a Argentina en una micro llena de miembros de Los de Abajo armados hasta con granadas, por poner de ejemplo un texto de Juan Pablo Meneses.

Pero tal vez no se trata de que la novela esté agotada como género sino más bien cierta novela chilena que puede ser –a lo mejor y tensando la cuerda- aquella novela de la década de los 90, la de quienes se formaron en talleres y luego dictaron talleres, esa narrativa realista santiaguina correctora de clase, pegada en sí misma, concentrada en ambientes interiores, lineal, solipsista o culterana, algo miedosa y rengueante. Esa clase de literatura que fue un boom hace diez o quince años, quedando por estos días –y a pesar de los autores y con la venia de una academia indolente- congelada como un artefacto de época.

En síntesis, se trata de ficciones –ahora sin riesgo- que alguna vez necesitamos para construirnos una imagen de país emergente, por lo menos literariamente hablando. Obras que, leídas ahora, se ofrecen a medio camino de la nada, sin aspirar a la totalidad pero tampoco a escribir desde lo menor. Relatos que creían merecer todo pero que en realidad no apostaban nada: esperaban ser best sellers pero con algo de respeto crítico, unos textos incapaces de ser frívolos o caústicos mientras se lamentaban por un orden perdido al no poder soportar el presente, asustadas por cualquier cosa que sonora –o se leyera- de manera opaca o vanguardista.

Así y desde hace algún tiempo, frente a esa narrativa complaciente, al lector no le queda otra que leer libros de no ficción. Porque a lo mejor o por supuesto, vistas desde el presente “El empampado Riquelme” o “Horas perdidas en las calles de Santiago” dicen más del paisaje de la identidad local, que “Santiago Cero” y el “El nadador”. Y no es que Mouat y Merino sean mejores escritores que Franz y Contreras sino que el modelo de trabajo en el que fueron educados los segundos hace tiempo que hace agua. O sea, no es que la no-ficción le gane por paliza a la ficción, sino que la novela nacional con la que nos formamos ya no tiene demasiado que decirnos: la leemos con piloto automático, como el show de un mago al que le conocemos cada pequeño truco.


(2)

Bien. Vamos por partes. Recuento: la semana pasada sostuve –a partir de algunas ideas que Alberto Fuguet lanzó en este mismo suplemento- aquí mismo dos ideas: 1) que cierta forma de hacer –o de leer- novelas chilenas estaba un tanto agotada o venida menos y 2) que no era raro porque hubiera, en cierto modo, esos riesgos narrativos se ejercían de modo más saludable en los géneros referidos a la no ficción.

Ahora relativizo lo anterior: hay vida para la novela, justamente en las zonas de riesgo de la misma, en la anomalía y el gesto técnico de proponer lecturas alternativas, de apartarse del canon que compramos en décadas pasadas. O sea, por medio de textos que trabajen desde su propia imperfección, desde el vómito o el desliz, que no le temen al exceso o a la impostura o a la mezcla. Ficciones que no se privan de sobregirarse o volverse excéntricas, de trabajar la parodia, la contralectura o el porno. Textos que exasperen al lenguaje intentando romperlo o doblarlo y que fagociten la tradición con complejidad erudita o como fast o slow food. A la rápida: pienso en textos de de Marín, Mellado, Díaz Eterovic y Bolaño entre otros. O sea, obras que entendidas con cuidado pueden utilizarse como herramientas –un método, al fin y al cabo- que permitirían despejar la duda ante las posibilidades y el futuro de la ficción local.

Así, hay una larga vida para la novela pero, lamentablemente, no es la vida que los autores de la década pasada imaginaron para ella. Todo lo contrario: se trata de un trabajo desde los propios límites del formato, desde el vértigo o el camino oblicuo, en textos disímiles y obligados como “Informe Tapia” o “2666” que no tienen nada en común pero que comparten la aspiración de no querer ser fieles a nada más que a sí mismos, evitando a como dé lugar un realismo a la chilena, pensando en el lenguaje como un campo de batalla donde sí pueden y deben quedar heridos; entre ellos, el mismo lector.

Las variables de la no-ficción (de la mano de Mouat, Merino o Lemebel) ya encontró ese camino, solucionó el problema, enfrentándolo por medio de obras que no dudaron en exhibirse como problemáticas, dudando necesariamente hasta de los hechos que afirmaban: disparada por medio de pistas discontinuas la crónica local pudo amarrar ciertos relatos ciudadanos que ansiábamos, que necesitábamos leer al modo de catarsis o sanación de ciertas heridas.

Al revés, el stablishment de nuestra novela no ha hecho nada de eso, eligiendo la comodidad por sobre el atrevimiento, las construcciones canónicas en vez de la vanguardia. No es raro que así sea. Nuestra literatura siempre ha sido una casa con las ventanas cerradas y los muebles cubiertos antes que una plaza pública. Pensando en la posteridad –que puede ser salir en los textos escolares o ser entrevistado por Cristián Warnken- nuestros autores han despreciado el presente. Uno de los efectos de lo anterior es que la crónica ha ido, sin quererlo, lavando la ropa sucia que la novela ha dejado. Gumucio lo entendió bien en su columna de la semana pasada: “cada fracaso en la gran batalla de la novela me ha servido de campo de experimentación para emprender la guerrilla de la crónica”.

Pero hay algo que se cuece ahí y que me queda más que claro cuando pienso en los autores mencionados en esta columna, hay algo que puede que explote o no pero que ya cambió el estado de las cosas. Porque a lo mejor, es que por debajo y casi en secreto, la novela chilena sí ha cambiado sustancialmente, a pesar del público, las editoriales, los críticos y el mercado, aunque sea por un rato o para siempre.

Baires

A punto de abandonar Buenos Aires redacto esta especie de postal sin destinatario preciso, en medio del calor infernal y con la única consigna de contraponer las imágenes literarias con las reales. Aún no puedo procesar todas estas polaroids disfuncionales de una urbe desconocida. Por supuesto, me pena el fantasma de Lihn y todo eso de que “nunca salí del horroroso Chile” pero tampoco puedo despegarme de un virus porteño: un tapiz de ideas yuxtapuestas que no puedo ordenar, apenas glosar acá, escrituras o imágenes dispersas, discontinuas, extrañas. Ahí van. La toma del gringo que lee una novela de tapa dura del Doctor Who en el avión. Los flyers de prostitutas y travestis pegados en las cabinas telefónicas del centro. Un stencil que dice “el microcentro se desploma” en San Martín, a metros de un mall. El sudor pegajoso que sale de los ductos de aire acondicionado y cae como una lluvia asquerosa sobre los transeúntes. La escritura alucinante de J.G. Ballard sobre Kennedy, Marilyn y Reagan que brilla como sangre fresca en “La exhibición de las atrocidades”. La imagen de un cadáver que Crónica TV no ha dejado de pasar, una y otra vez el día sábado. La feria del Parque Rivadavia donde compro algo de Laiseca y “Bang Bang” una nouvelle de Brian Aldiss sobre unos hermanos siameses estrellas de rock que comparten cuerpo y amante y que es una alegoría demoledora de la industria musical. La sorpresa feliz, en las librerías de Florida, de que entre los representantes locales algo obvios o clichés o obligados (Isabel Allende, Carlos Franz, Bolaño y Neruda) estaba además “Ygdrasil” de Baradit en el stand de novedades. Un niño botado entre medio de bolsas de pegamento, en Lavalle; los cartoneros examinando a las diez de la noche la basura del centro; una mujer que obligaba a su hija a tocar el bandoneón en San Telmo. El dejavú pop de haber leído en el hotel a Ballard citando a Godard en “Guía para el usuario del Nuevo Milenio” y luego, apenas un par de horas después, ver la misma cita –aquella que se refiere a “los hijos de Marx y la Coca-Cola”- en el MALBA, en una película que era como una novela que se descomponía entre balazos y epigramas post perfectos. Una biografía oral de H.G. Osterheld, donde se incluye algunos datos sobre su paso por Chile y él se me aparece como un reverso o hermano secreto de Rodolfo Walsh: escritores que parten trabajando géneros industriales –cómic o novela negra- y que luego evolucionan, se radicalizan, convierten su vida en obra; a los dos los mata la dictadura; los dos se convierten en leyendas pop y su historia, creo, explica mejor la literatura argentina de los 70 que toda la pompa del Borges terminal. Las postales de “Terrorismo gráfico” sobre el plástico en la ciudad extendiéndose casi como una plaga. La visión del Ateneo de calle Santa Fe como una Arcadia hipertrofiada e imposible en su magnitud, un laberinto donde es imposible perderse. Un libro sobre subculturas post punk glam japonesas que vemos en Bond Street y que está increíble: adolescentes de chaquetas de colores y peinados raros que sacan la lengua y saltan en el aire. Y, para terminar, la sensación extraña, pavorosa o magnífica de que Buenos Aires es una ciudad hecha de puro papel: un exoesqueleto urbano armado con páginas sueltas, volantes perdidos, libros olvidados, avisos porno, las hojas rasgadas de los periódicos; una ciudad que devora libros, que suda historias; que no puede, de manera enfermiza o epifánica, dejar de volverse letra impresa, como si ese fuera su único destino: ser sueño o pesadilla, encarnarse en ficción, hacerse pura literatura.





 
Comments:
"Un libro sobre subculturas post punk glam japonesas que vemos en Bond Street"
Eso me interesó, el próximo viernes me voy pa baires.
Si veo Yg me la compro de puro provinciano.
¿¿Algo que deba ver allá???
Alguna librería dramáticamente posmo y terrorífica que deba visitar el borges en ácido????? (tengo esa frase filmada y podré extorsionarte por el resto de tu vida ;-)

saludos a la carlarock!!
un gran abrazo, man!!

(oye, tus postales me las devoré, son de una toxicidad sabrosísima)
 
Oxigenan tus tres comentarios, sobre todo el segundo, "Riesgo", en el cual te refieres a estos tiempos como el preludio, silencioso, de una especie de boom literario.
 
jb es jlb en pasta base. el que estaba en acido era kafka, segun bolaño. y a diego ramirez no le gusta "sólo" placebo (pero eso es material para otra serie de citas).

pasando a algo serio, puede sonar adulador, pero Riesgo-2, 2do párrafo, es un gran manifiesto. Un pedazo de manifiesto, en su doble sentido de "bueno" y "fragmento". No lo he olvidado estos días.

saludos,
Gabriel M.
 
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