comelibros
Wednesday, March 22, 2006
  Comelibros supercombo: gente perdida en sí misma


1: Capote pop

Phillip Seymour Hoffman acaba de ganar un Oscar por “Capote”. No está mal, al punto que su imagen llega a ratos a fundirse con la de un real Truman Capote maduro, ansioso y a punto de ser demolido –o desterrado- por no poder convertirse en un personaje a la altura de sus propias expectativas. Es la tragedia cliché del escritor americano, su necesario crack-up y calvario. Épica, esa cruz –que sostiene paulatinamente la tensión en la biografía de Gerald Clarke, que inspiró el film- alcanza a ser lo suficientemente simbólica como para convertirse en una alegoría eficaz de la escritura como bendición y tortura, vicio y redención, éxito y olvido.

Por otro lado es una moda. Igual que abominar de “A sangre fría” y colocar a “Música para camaleones” como su mejor obra. Lo extraño es que, por un rato, cada vez me gusta más “Desayuno en Tiffany’s” -una novela de amor confuso entre una chica material y una ciudad aún más material- y recuerdo a Capote no como un obeso escritor terminal sino como el héroe de la funda de un viejo single de The Smiths donde aparece despreocupado, feliz e inconsciente del futuro, con la boca abierta y saltando en el aire.

Pero sé que es una imagen ilusoria: en la obra de Capote la frivolidad es una excusa, a ratos, para la violencia de clase. Porque por un lado, Capote adoraba la socialité y se movía como un tiburón en el agua, antes y después del Camelot de clan Kennedy; un don nada desdeñable. Hasta Norman Mailer –el más perfecto publicista de sí mismo- lo recuerda en esa hoguera de vanidades como una bestia telegénica: en alguna crónica narra como Capote –un enano de voz aflautada- fue capaz de captar la atención de las cámaras si que él, hasta ver la emisión sorprendido y afrentado, se diera cuenta.

Pero también sabemos que la levedad precede a veces al horror: entre Holly Golightly y los asesinos de “A sangre fría” se desliza una década rota –la de 1960- llena de todas esas preguntas que seguirían, irresolutas hasta, por ejemplo, “Pastoral americana” de Philip Roth. De ahí que la ligereza cristalina de “Desayuno en Tiffany’s” y los asesinatos del pueblo del Holcomb sean aspectos de una misma personalidad fracturada por una crisis literaria de la que nunca se recompondrá; un contraste que ilumina sin resolverse jamás en “Música para camaleones” y lo poco que quedó o se escribió de “Plegarias atendidas”. La razón: Capote trata con la misma intimidad a los criminales seriales y las bellezas cinematográficas, porque para él los monstruos son princesas y las princesas, demonios.

Y en eso se parece, tal vez, a Andy Warhol, capaz de yuxtaponer autos chocados al lado del rostro de Elvis Presley. En la biografía de Gerald Clarke aparecen, creo, juntos en alguna mesa vip del Studio 54, cuando ya los buenos tiempos han terminado, cuando se desliza cuesta abajo en los 70. Y en el show de Truman, antes de que el telón caiga, Warhol se me aparece como un hermano secreto que jamás llegó a tener: idéntico fanatismo por el chisme, el epigrama y Marilyn Monroe, idéntico uso de la frivolidad como ideología, idéntica mirada rapaz de convidado de piedra, de alguien que toma notas en la fiesta para contar luego quien vomitó a quién después. Capote como Warhol y Warhol como Capote. Holcomb y Mick Jagger como naturalezas muertas intercambiables. Y no está mal encontrarle un socio a Capote, en estos días que luce tan público y tan solo, mudo en un evento en torno suyo –película blockbuster, novela inédita, y toneladas de publicidad memorial- donde, al final, nadie va querer darle ni siquiera un vaso de agua.

2: Bret Easton Ellis vintage

Espero “Lunar Park” con una ansiedad levemente paranoica. Me gusta leer a Bret Easton Ellis a pesar de que otros lo abominen o tal vez, precisamente por eso, porque su impostura me parece a ratos conmovedora. Mientras, extraño esa sensación de perplejidad que me produjo “American Psycho” cuando era más joven: la confirmación de que los códigos pop podían ser más feroces que cualquier novela gótica.

Artefacto extraño y excesivo, puede que a “American Psycho” no se la haya entendido del todo. Se hizo cualquier cosa con ella menos leerla en serio. Lo peor: aquella infinidad de novelas clones –que no mencionaré por vergüenza ajena- sobre asesinos seriales y el uso hasta el agotamiento de la cita de marcas, logos, y clichés cinematográficos como materiales del relato. Lo extraño es que leído desde el presente, -quince años después y con una novela nueva ad portas- da lo mismo cualquier polémica porque “American Psycho” sigue ahí como un museo de cera a punto de derretirse, como las últimas imágenes de un naufragio leídas como un ejemplo bizarro de lo cool.

Porque Easton Ellis siempre fue cool, aunque no al estilo de Beavis y Butthead, sino en la de Dietrich Diederichsen: lo cool como la capacidad de captar el lenguaje de la calle o, mejor dicho, de anticiparse a él aprendiendo a leer sus signos. Un alfabeto que este caso hablaba de cocaína, pornografía y sangre, en una farsa donde todos vestían a la moda para componer un folletón hiperrealista del siglo XIX con la lamentable música de Genesis de fondo. Perfecto cuadro de época, la Nueva York de Ellis es una ciudad real pero también literaria: un laberinto de emociones atrofiadas y desplegadas en una literatura de guerrilla o de explotación destinada lectores poliaditictivos, saturados de mala televisión y hastiados –por acá, por lo menos- del realismo mágico o el realismo a la chilena.

Y eso no está mal. En un presente donde el recuerdo de la década de los 80 parece ponerse de moda con una insistencia insoportable, leer “American Psycho” es un ejercicio de frescura o de violencia inusitada. Mientras “La hoguera de las vanidades” envejece como una mala sit-com, los asesinatos de Patrick Bateman siguen brillando como una de las mejores polaroids sacadas de la era Reagan y Bush I. Todo está ahí y sigue ahí, en su lugar: el vacío, el fascismo descascarado como un chiste idiota, las películas clase z, los yuppies, la música de Whitney Houston, los cuchillos, las armas automáticas. La basura acumulada de una década: desde U2 hasta Tom Cruise. Parodia desfigurada de que algo que jamás queda claro del todo, hay un tono que sobrevive en el texto de Easton Ellis como los tambores de una canción que no podemos sacarnos de la cabeza.

Por supuesto, es una canción que provoca una nostalgia incómoda. Pero hay más ideología de la contracultura ahí que en cualquiera de los pornografos melancólicos que se lamen las heridas en las novelas de Houellebecq, que por cierto es fan suyo. Por otro lado, las mejores partes de “American Psycho” son justamente aquellas que muestran cierta cualidad predictiva porque el texto –entre las marcas de shampús y las cabezas cortadas- despliega una arqueología de lo nimio que puede llegar a ser explosiva. Así, en un ejercicio vintage, deberíamos reciclar a Easton Ellis como un nuevo clásico mientras olemos con atención ese nihilismo pop que es el pegamento que une al asesino serial de “American Psycho” con las supermodelos terroristas de “Glamorama”, a los adolescentes perdidos de “Menos que cero” con esos vampiros bronceados de “Los confidentes”. Pensar, gracias a eso, en la banalidad como una nueva y divertida y necesaria forma del horror contemporáneo.

Revista de Libros, El Mercurio, 10 y 17 de marzo del 2006

 
Comments:
Cuando Andy llego a Nueva York en 1958 Capote ya era Capote. Warhola (la esfinge sin secreto según Tru) se paraba a la salida de su casa y lo acosaba por teléfono hasta que la borracha madre de la pequeña bestia lo palabreó y le sugirió no volver a hincharle la paciencia. Una década más tarde y después que Capote publicara La Côte Basque en Esquire(el capítulo de Plegarias atendidas que tenía el nombre del restorant de moda en Nueva Yorka) Warhola le dio laburo en Interview al desterrado Tru ( y de paso lo llevó a studio 54). Malo, como era, Tru publicó en 1980 Música para camaleones, una recopilación de trabajos periodísticos, algunos publicados en Interview. En ninguna parte le agradeció a Warhola su apoyo tras el destierro social. Escribo esto borracho de vino (y no de vodka, el trago preferido de mi pequeño ídolo). Bisama dear, solo los maracos sabemos de qué se trata esto. Destierra la comparación con Mick Jagger que me ofende. Como decía Zelda Fitzgerald, nosotros no podemos permitirnos el aburrimiento. Para eso esta la gente como Warnken. Ahí está la clave y la razón principal para que este país sea tan aburrido. Hasta hace poco para ser maraco había que ejercer de Alone, loca fingida y mojigata, de brasero y té con viejas.
(incluso borracho soy notablemente lúcido) De Easton Ellis no tengo nada que decir. Eso se lo dejo a los adolescentes con carencia afectiva. A mí mi padre me quiso demasiado
Saludos y salud

TG

PS: En el video de New York City Boy de los Pet shop Boys (una banda que seguro el resto de los lectores heterosexuales de este blog desprecian) se recrea la fiesta a Bianca Jagger organizada por Truman. Te sugiero leer a Colm Toibin, un escritor y periosita irlandés que tiene un libro, Love in the darkness, en donde hace un intento de creación de un linaje de sujetos como Tru y yo. El libro etsá en castellano y creo que lo tienen en metales pesados. Yo lo compre en inglés en parís a la salida de un dark room.
 
A raíz de las siglas y columnas...¿conoces la sci/fi de XTC?
Altamente recomendable.
 
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