La entrada nº 100 de este blog va dedicada al Premio Nacional de Literatura. Ilustran el presente texto dos imágenes: el siempre ubicuo dinosaurio nuclear Godzilla –santo patrono de esta página- y una imagen de Rodolfo Oroz, ilustre lingüista y Premio Nacional/Pinochet de Literatura –candidateado por
Va a ser una carnicería. Empieza la carrera por el Premio Nacional de Literatura. Va a haber sangre, sudor y algunas lágrimas mientras se quema uno que otro prestigio literario. Y más de algún candidato va a hacer una apuesta mientras saca las cuentas alegres - magras pero alegres al fin- que implican ganarlo. Algunos, me imagino, empiezan a trabajar desde ya. Otros declaran su desprecio, se hacen los ascetas o los indiferentes mientras miran de reojo o con envidia y ansia el galardón. Es complejo: el Premio Nacional, la verdad no prestigia demasiado. O, mejor dicho, ya no prestigia como antes. De hecho, es más bien un premio político o social o educativo. Un premio para decir que damos un premio, que el Estado o los ministros saben algo de literatura, que han leído a Neruda o algo así. Un premio que tiene que ver con el presente más que con la posteridad: los ajustes y lobbies y acuerdos y votaciones en cierto modo reproducen la polaroid perfecta de lo que sucede en el país. Basta leer El club de la pelea, el libro/reportaje donde Andrés Gómez Bravo relata uno a uno los premios entregados y saca a la luz rencillas, sabotajes, conspiraciones, acuerdos bajo la mesa, mezquindades y egoísmos varios. No voy a reseñarlo acá pero luego de leerlo, y recordando esa penosa corte de milagros, habría que pensárselo dos veces a la hora de dedicarse a la literatura. ¿La razón? En ciertos años, la trama del Premio Nacional luce como una novela policial o un thriller político o una novela de ciencia ficción donde los verdaderos escritores han sido suplantados por aliens megalómanos salidos de vainas extraterrestres a los que les falta la mitad del cerebro. Porque el Premio Nacional no tiene que ver con el canon sino con el presente, con el poder y los favores concedidos que haya que pagar o con los enemigos de los que haya que vengarse. Y no es un espectáculo agradable. Pero hay que verlo. Hay que ver los egos incinerarse una y otra vez mientras se arman las guerrillas y la basura sale a la luz. Por supuesto, es mejor no ganarlo. Perderlo da más dignidad literaria, tiene más encanto, más estilo. Uno puede ser candidato eterno al Premio y, en cierto modo, congratularse de ello. Hay gente en todas partes -sobre todo en la provincia- sacándole partido a la derrota. No da más dinero pero se vive más feliz. O, literariamente hablando, con menos enemigos. Porque si te ganas el Premio Nacional, todos se van a tirar de cabeza contra ti como perros asesinos. Así, es mejor esperar que ganar, vivir del prestigio de ser un eterno postergado antes que someterse a la presión de correr en la lista que el jurado va a considerar con cierta afectación, con una seriedad política pero no estética. Así, hay veces - sobre todo después del 73, sobre todo después de ciertas felicitaciones funcionarias recientes- en que uno piensa en que es mejor que no haya Premio; que es mejor que el lector de la literatura local no esté sometido a la presión de un espectáculo a ratos tan lamentable como una mala teleserie. Por supuesto, uno entiende el valor del Premio pero también comprende el hecho de que hace un buen tiempo se desdibujó en una trama rarísima de acuerdos secretos y gallitos políticos.
Revista de Libros, abril del 2006