Nada muere, todo se transforma. Incluso Valparaíso, que alguna vez fue un mito literario y que ahora luce como el decorado de una cinta que Fellini nunca filmó, un escenario de cartón piedra que se vende como laberinto pero que en realidad es una línea recta, del cielo al suelo, donde no hay donde perderse para escapar de la miseria. Así, mientras la ciudad agoniza, su superficie muda o se desnuda: en vez de crear una nueva piel que la cubra exhibe una musculatura cansada donde ya no corre tanta sangre.
Sobre ella sus habitantes asisten a carnavales, discuten sobre el patrimonio, se entregan a modos inútiles y desesperados de salvarla. Por supuesto, no les resulta: el municipio hace poco y nada, los políticos siguen abrazando bebés, los escritores lucen reconcentrados en sus propias carreras egoístas escribiendo poemas que nadie escucha, los artistas visuales fotografían las ruinas y escriben una prosa llena de paréntesis que en realidad es una forma de parálisis, los nostálgicos lloran y la ciudad sigue ahí llena de laceraciones, un infierno abierto al mundo.
Por supuesto, hay excepciones que son, a veces, frutos del azar o de la improvisación: al lado de los artesanos de
Los skaters son o no son un tribu, tienen o no un número fijo, pero están ahí, invisibles en el universo porteño. Los que están en
Stencils, stickers y grafittis se ofrecen como una caligrafía imposible y nueva. Mientras Valparaíso se empeña en preservar su maquillaje patrimonial, estas hordas –que en realidad son pandillas o mejor dicho, formas disléxicas de familias- de artistas improvisados capturan las imágenes inmediatas del presente: desde estúpidos y viejos ídolos punks muertos hasta peluches salpicados en sangre pasando por mensajes crípticos para un destinatario desconocido. No se trata de nada nuevo pero sí de algo urgente. Son un golpe en el mentón en el universo del muralismo local.
Así, mientras el hip-hop alcanza la sofisticación de una estética consagrada y el muralismo político bosteza por su propio aburrimiento, los stencileros y los sticker boys pintan y pegan figuras seriadas con un mensaje que ellos solo entienden. Si Valparaíso siempre ha sido hogar de tribus diversas, ellos son la última encarnación de una modernidad post-industrial desfalleciente. Hay algo irónico ahí. Y también algo heroico: los desechos de la cultura transformados en arte, la mirada epiléptica, la calle como una galería o una guerrilla.
Recuerdo a uno, Koloranzio, -ver notassucidas.tk, su impresionante página de intervención urbana- que pegaba stickers en una señal de tránsito en el paseo Yugoslavo y haberlo escuchado contarme ese día como había arrancado de todo tipo de policías, cómo se conseguía stickers vía postal, cómo se relacionaba con sus amigos skaters. Koloranzio tenía 16 años pero aparentaba 14, lucía como si David Bowie fuera miembro de los Ramones y su mejor obra, la personal, entre tanta imagen ajena era un stencil de Sid Vicious, que hasta ahora he visto repetido en un montón de partes. Koloranzio pegaba stickers hasta llenar la señalética, hasta impedir que dijera o señalara nada. No me explicó demasiado pero capté su ansiedad, la urgencia de trazar imágenes y retratar el presente, la desesperación, el riesgo y la sensación de que para él y sus amigos la ciudad era algo nuevo.
Apropiados de una imaginería ajena, estos chicos buscaban la propia y la encontraban. Su caligrafía de colores estaba llena de rabia pero carecía de maldad. Entre tanto escrito patrimonial, entre tanto déle que suene a las precarias condiciones de producción de la cultura local -que en realidad está más muerta que la discografía completa del Gitano Rodríguez- estos chicos están haciendo interviniendo el presente para inventar de paso algo parecido al futuro. Porque son situacionistas improvisados para los que Guy Debord es sólo una marca de ropa que citan los punks ancianos. Porque para ellos no hay contracultura: sus imágenes hipertrofiadas son sólo fieles a sí mismas y son corrosivas porque son efímeras. Su estética es la de la desaparición inminente porque está ungida por la violencia de lo perecedero, del olvido. No hay museo que las coleccione salvo blogs, fotos digitales, fanzines que nunca aparecen. Son la verdadera ciencia-ficción criolla, nuestro verdadero realismo-socialista, el imposible agit-prop de una revolución falsa cuyos única destellos son esos grafittis mínimos sobre los muros agrios del patrimonio, aquellos parpadeos de una visión que se incendia como las alucinaciones de una nueva piel lista para representar las viejas ceremonias.