“Ciertas criaturas terrestres”, Jorge Díaz. RIL editores, Santiago, 2003. 111 páginas.
Todo vale*
A veces un chiste de doble sentido puede ser una parábola iluminadora. “Ciertas criaturas terrestres”, de Jorge Díaz se despacha, para comenzar, la siguiente sentencia: “
Como conjunto “Ciertas criaturas terrestres” parece a ratos un bestiario cuyo mérito es alejarse de cierta inteligencia literaria que ha dotado al formato de sus mejores logros (Monterroso, Cortázar, Borges, Wilcock) para sumergirse en una colección de postales desesperadas de zonas sociales y temas en extinción –los alrededores de
Díaz parece querer decir: o golpeas o te pierdes en el intento. Así de sencillo y recuerda al viejo y manido mandamiento de Cortázar donde en un hipótetico ring de box literario hace ganar al cuento por knock out y a la pelea por puntos. Pero Díaz está un paso más allá: sus textos no se deberían medir en un platónico ring sino que en esas jaulas de lucha de todo vale. La explicación: ahí los espectadores, el lector, contemplan cómo dos enemigos pelean con todas las armas posibles hasta anular al otro. Salen a matar. No se equivocan. Los expertos, los luchadores, –si se permite la digresión- sostienen que un triunfo en una pelea de todo vale radica casi siempre de la velocidad y la astucia sobre la sangre, de la llave correcta en vez de la fuerza bruta, de esa vieja maestría, algo ninja por cierto, de apretar, de hacer sentir dolor en el nervio hasta dejar inconsciente al atacante. Todo en un minuto, sin pausa, sin tregua.
“Ciertas criaturas terrestres” tiene algo de eso. Díaz no es un narrador demasiado sofisticado, ni elocuente, ni un esteta. Los mejores momentos de su obra dramática descansan justamente en el absurdo, en la presencia de un horror contemporáneo, en la imposibilidad esencial de que los seres humanos sean buenas personas. Aquí, en su universo narrativo, sucede lo mismo y se ejemplifica en una colección a personajes elocuentes: un tipo enamorado de una ameba, el recuerdo de una prostituta de barrio, travestis, un sujeto que se hace una peluca con el pubis de su amada muerta, una madre que castra a su hijo, un predicador porteño. Por medio de ellos, Díaz empatiza con los monstruos, se encariña con los asesinos, frivoliza el vacío de la vida moderna.
Díaz ganó el premio del Consejo del Libro y
*Escribí esta reseña hace años para la revista Pausa, del Consejo de
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Villa Grimaldi, la antología de cuentos que publicó Augusto Pinochet durante el gobierno de Allende es un hiato destacable en su producción. Las razones son varias: por un lado venía a romper el silencio en que se había sumido el autor desde principios de la década de los 50; segundo, señala su compromiso con el gobierno de
Pinochet crea viñetas vívidas de la época y para eso se sirve de los recursos que tenga a mano: la corriente de conciencia en “Chasqui”, la historia de un universitario prostituto torturado por su amante; el juego con los márgenes en “Yupanqui”, donde una mujer de clase popular narra detalladamente los abusos a los que la somete su patrón; el recuento bibliográfico en “Sales de baño” trata de la imposibilidad de un adolescente de encontrar la foto de su padre, para luego enterarse de que es uno de los asesinados en la masacre del Seguro Obrero. Heterógea, la antología trabaja con la idea de la formulación de un paisaje urbano y no se priva de las citas al contexto. Desfilan desde alusiones a la música popular (
“El color del canario” es el cuento más logrado de un libro tan sólido como necesario.
En dicho relato se mezcla la obsesión por la modernidad del autor con sus resabios militares. Las vicisitudes de Cayo C., un soldado expulsado del ejército por conducta indecorosa operan a nivel simbólico como señas que remiten al desmoromiento institucional chileno. Cayo C. no sólo es expulsado del ejército sino que participa activamente en un proceso de sedición de las tropas.
Las citas a Patria y Libertad y el asesinato de Schneider apenas están diluidas en la trama y la escritura templa con vigor la melancolía: “Cayo miró por los barrotes al pelotón que hacía sus prácticas de guerra en el patio, esa mañana. Recordó que le gustaba ser uno de ellos y que disfrutaba de participar en esas maniobras. Se sentía parte de algo en ese entonces, reflexionó. Acercó su cabeza al agujero infecto que llamaban ventana y escuchó los gritos de odio a Perú que entonaban los conscriptos como único mantra mientras pensaba en la compleja trama que lo había llevado a donde estaba, en cada uno de sus meandros de sangre y odio. Siguió mirando por la ventana un rato. Cuando se cansó de la visión se tiró en el colchón pulgoso que hacía de cama. Deseó tener un cigarrillo…”
Sí vi a Pinochet, una vez, en todo caso. En Villa Alemana, en la infame pero delirante década de los 80. Tenía como 11 o doce años, tal vez menos y estudiaba en una escuela pública. Villa Alemana es un pueblo que queda a
*Fragmento de “Kung Fú”, un texto sobre Nicanor Parra, aparecido en el Especial Parra de The Clinic,
Victor Raja!. “La población”. Kurdt Records, Maipú, 2004. 108 minutos.
El sonido de los huesos
Que una olvidada banda de Maipú haya podido redefinir de un plumazo el electro-punk local puede sonar tan confuso como accidental. Pero es así: “Población”, la esperada vuelta de Víctor Raja! no sólo es una obra conceptual, que relata una historia novelesca en medio de sonidos sinuosos, que bien podrían describir un paisaje extraterrestre o el interior de las vísceras del cuerpo humano sino también y por qué no, pequeña obra maestra.
No es tan raro que así sea. Desde sus comienzos a partir de E.Ps como “¡Quiero contarte!” (1992) o “Flor” (1994) los hermanos Daniel y Marcos Jara, más la baterista Tamara Campusano siempre fueron las mejores encarnaciones del shoegazing criollo. Ahí estaba todo lo que bandas masivas como Los Tres o
Viejos punks straigth edge convertidos en músicos profesionales, los hermanos Jara y su socia Campusano, edificaron una leyenda local que aumentó gracias a variadas razones: la vestimenta de obreros siderúrgicos de los hermanos, las poleras pro-aborto de la vocalista –“cómete tu feto!”, decía una- , las proyecciones de diapositivas psicodélicas de imágenes de
En 1994, cuando Victor Raja! se retiró de la escena local, si bien no había alcanzado a grabar ningún larga duración, sí habían consagrado como un mito que se propagaba de boca en boca entre sus cientos de acólitos.
Lo inquietante es que ninguno de todos los datos anteriores servía para presagia los efectos –o daños colaterales- que podría provocar algo como “Población”.
“Población” tiene tan sólo dos tracks y bien podría ser considerado un producto de rock progresivo sino fuera por el hecho de que carece de cualquier virtuosismo masturbatorio para, por el contrario, enfatizar ciertos aspectos narrativos: la historia de los últimos días de un cantante de protesta en un campo de concentración del gobierno de Pinochet. Como si los Flaming Lips estuvieran leyendo a Floridor Pérez o algo así, pero con más noise de fondo si es que eso es posible.
Mitad fábula, mitad documental, el disco indaga en las historias mínimas del centro de detención, en la moral de torturados y torturadores, centrando el relato en V, un cantante que es fusilado y luego desaparecido. Los mejores momentos de la placa son así, aquellos cuando el paisaje sonoro representa al cuerpo violentado de V, a la narración detallada de sus fracturas (“soy el hueso/que habla como una boca/esperando la nueva llegada del lobo”) y a los momentos de agonía llenos de ecos, pasos en celdas con el piso mojado, golpes secos sobre un lecho de secuencias programadas. Los Victor Raja! componen un via crucis lleno de guitarras afiladas y teclados sangrantes, para reconstruir la historia de V, como si fuera un documental perturbador: “me duele/ me duele/ la herida de la memoria/me duele/la nada/me duele/ el dolor”.
El resultado, es por cierto, imprescindible pero perturbador. 108 minutos que redefinen las relaciones entre folk y rock, entre política y rock en español, al punto que uno llega a pensar que V realmente existió gracias a la nitidez nasal de la voz de Marcos Jara intentando cantar con un sonsonete campesino.
El resultado es un Lp perfecto, cuyo sentido central lanzarse de cara a la memoria, sin compasión de ninguna clase. El pasaje final es conmovedor y es lejos, uno de los mejores momentos del rock local de los últimos años: los Victor Raja! relatan –con un coro gospel de voces quebradas- cómo V, destripado y vuelto un fantasma, mira desde el fondo del mar el futuro de Chile. Mientras, su voz se funde con una guitarra aguda e insoportable, que desaparece en el silencio mientras entona “no hay nada más allá/ no hay nada más / que el sol negro del futuro/ que espera el canto de golondrinas/ que nunca han regresado” para dejar latiendo sólo el sonido del bajo de Campusano, como un corazón perdido en la oscuridad.
Me interesa saber qué pasa con “Vanitas”, la flamante novela del Premio Nacional de Arte Eugenio Dittborn. Mis razones son tan variadas como accidentales. Por un lado, nada más interesante que aquella clase de objetos que plantean a la escritura como el bonus track de otra disciplina, un saldo o efecto colateral posible o extraño. Por otro, como lector, no dejo de seguir la “novela por entregas” que Justo Pastor Mellado ha venido redactando desde hace tiempo sobre el arte local. Ahí, Dittborn es uno de los personajes principales al lado de gente como Kay, Gonzalo Díaz, Zurita, y -especie de villano ominoso tras toda trama- Nicanor Parra.
No es un mal relato: tiene la suficiente cantidad de intrigas palaciegas y traiciones y escándalos como para no aburrir jamás. Pero hay algo más ahí. Cuando pienso en la “novela” de Dittborn no puedo dejar de acordarme de Adolfo Couve y del hecho de que el destino final de sus empresas estéticas haya sido el abandono de la pintura en pos de la narrativa.
Ahí, la novela como género termina siendo un lugar al que llegar y del que no se puede salir. Un balneario en temporada baja del resto de las artes. Basta leer lo que relata el Couve final: escenarios demolidos, parodias de artistas, el litoral central como un lugar donde campean el abandono, la vulgaridad y el desperdicio. Se trata de una ficción que es un espacio de catarsis, un laboratorio donde se desahoga el fracaso y se ponen en escena los restos rotos de aquella catástrofe que Gonzalo Díaz narraba en el prólogo a las “Notas de arte” del pintor/escritor: “ardían telas de lino y bastidores hechos añico en un sitio eriazo (….) Mientras alimentaba la pira con otras telas menores de mejores épocas, repetía Couve, apoyado en una gestualidad operática, cuestiones amargas acerca de la inutilidad de la pintura y de la superioridad visual de la fotografía, el cine y la televisión”.
De ahí que me llame la atención ese abandono o ese desajuste que termina cargando de sentidos el mismo acto de relatar, porque, al final de cuentas: ¿qué diablos es una novela? ¿es algo tan dúctil como lo parece?¿Para qué sirve?. No lo sé pero me gusta esa incertidumbre. El mismo Mellado -¿un Charles Dickens paranoico a lo Phil Dick?- confiesa en alguna parte haber redactado varios textos de ese tipo, que quedaron inéditos antes de ponerse a interpretar el arte chileno como una novela lleno de cliffhangers. Para eso, Mellado cita a Juan Luis Martínez pero también –sin querer queriendo- a la idea de la ficción como el único soporte posible para descifrar el presente.
De este modo, esas tramas novelescas –la de Couve, la de Mellado, la de Martínez, la que podría haber escrito Dittborn- serían lugares blandos donde la escritura implosiona hacia una impostura inevitablemente apócrifa. Esa condición de segunda mano –se practica la novela porque no se puede hacer otra cosa- me parece inquietante pero también divertida: las señales de una perversión necesaria, de un fetichismo anacrónico, de una vanguardia que no alcanza a serlo.
En esos terrenos pantanosos se proponen ejercicios que tal vez deberían ser leídos con atención por quienes la practican empecinadamente una y otra vez. Porque ahí, en el fracaso de aquellos esfuerzos incompletos se exhiben distintas versiones de un tour de force inevitable, puertas falsas de un lugar que es necesario visitar: una comedia de equivocaciones sobre un tiempo muerto (Couve) o las anotaciones tipo Macedonio de un lector desesperado (Mellado) o, parafraseando al Dittborn de “Jack Ruby”, aquel poema sobre “Rúbrica” de Gonzalo Díaz- : “soporíferos rayos de luz extraterrestre”.