Deberíamos hacerle una manda o vudú -o alguna fastuosa fiesta en el palacio de la memoria- al espectro de Graham Greene: el tipo que recomienda “Lolita” de Vladimir Nabokov, al gran público en el Sunday Times de fines de 1958 mientras les desea Feliz Navidad a todos los lectores con ese gesto. 48 años después, “Lolita” cumple 50 y es una candidata segura a la “gran novela americana” de todos los tiempos. Y fue escrita por un ruso. Y es decadente y degenarada y subraya la idea –que no hay que olvidar- que el arte no tiene nada que ver con la moral. Y mientras hace todo eso huele a esa revancha pura que sólo es posible en la mirada del extranjero: su descripción del paisaje americano es el reverso de la mirada beatnik, de esos ojos de recién nacido de Kerouac & Cía.
Porque la vista de Vladimir Nabokov está cansada. Agotada del horror, de presenciar no una sino que dos veces la tormenta de la historia. De ahí que Humbert Humbert, europeo y pederasta sea un monstruo cansado. Su cinismo es una forma de melancolía, un método elíptico de la nostalgia, del luto. Una máscara de cartón piedra que aspira –y no puede, no podrá nunca- vengarse del la muerte y del tiempo.
Y eso se extiende sobre el paisaje narrado: los Estados Unidos. “Nada más estimulante que la vulgaridad filistea”, anotaba Nabokov en algún epílogo. Puede ser: “Lolita” anticipa las carreteras secundarias de Sam Shepard, las canchas de tenis de Foster Wallace, las piscinas de Cheever. “Lolita”, en cierto modo, podría estar ilustrada por Edward Hopper: siluetas de gente estática y sin destino, cafeterías solitarias, bombas de bencina abandonadas, momentos muertos, lugares “donde siempre sopla el viento y brillan las estrellas y hay coches, y bares y todo está corrompido, envilecido y estancado”. Y sí, Nabokov es un verdadero escritor maldito: lenguaje transcontinental, indecencia asegurada, elegante e imprescindible frivolidad.
Por otro lado, cada vez creo más que el tema central del libro es la patria: Lolita como la nación de Humbert, la escritura como la de Nabokov. Y por alguna razón –memoria emotiva pop, supongo- me recuerda a una horrible película de Travolta, donde a un par de americanos son soltados en un pueblo ruso montado por unos tipos de
Así, “Lolita” en sus bodas de oro – o las de Nabokov con los lectores- parece una novela fantástica sobre los espectros que habitan la celda de Humbert Humbert. O una casa encantada, un parque de atracciones abandonado y a la deriva. Una Disneylandia sin visitantes, en ruinas, con inmensas arquitecturas e ingenierías puestas al servicio de la nada. A veces, tal vez, alguien pone a andar las máquinas para que otro –el lector- las observe. Pero es una fantasmagoría. No pasa nada. “Lolita” es una ilusión: el recuerdo de un tiempo que ni fue, de un amor perverso y roto, de un lugar imposible y falso. Humbert es el pobre tipo subido, cómo no, a una montaña rusa en llamas. Nabokov, el anfitrión adorable que a solas se escarba la nariz y hace muecas monstruosas, que ríe y muestra los dientes en la oscuridad.