Bien, leí la biografía de Luis Dimas al lado de una vieja novela de Coupland, mientras revisaba –a paso lento- Gotham Central de Brubaker/Rucka. El resultado fue esta columna, el primer comelibros del 2006, escrito obvio, en los descuentos del 2005. De fondo, Sufjan Stevens & Taller Dejao & un disco de B sides de Deftones donde tocan “No ordinary love” y Chino Moreno canta igual a Sade y más rato se vuelven más blasfemos y versionan a The Smiths. Nota: para ilustrar una fotito de "Takilleitor" de Daniel de la Vega, protagonizada por Dimas y que vimos con Carla asombrados porque se trata de una película imposible, una suerte de Ed Wood concertacionista. Este es el cine chileno que hay que hacer, no esos dramones identitarios tipo Machuca o Historias de Fútbol.
Show
Una imagen inquietante: hace años vi a Luis Dimas en vivo, cantando a escasos metros de distancia, en un escenario mínimo del centro de Villa Alemana. El tipo sudaba de modo bestial pero se la jugaba, parecía que se iba a morir en cada nota. No recuerdo qué cantó, pero la imagen me volvió ahora que leí “El rey desnudo” la biografía no autorizada de Sergio Benavides y Sebastián Montecino donde vemos como nuestro cantante asciende y desciende en los círculos del infierno artístico chileno.
Hay dos cosas interesantes en el texto. La primera es el relato sin misericordia que los autores trazan con el biografiado: en como se pierde en el camino por medio de mentiras, drogas, viajes, amistades en
Puede ser. Siempre me he preguntado si esa energía que despide un reportaje bien hecho –con buena o mala leche, da lo mismo- es extrapolable al campo de la novela. Y no lo digo sólo por el texto de Dimas sino también por libros como “La era ochentera” de Macarena García/Oscar Contardo y “El club de la pelea” de Andrés Gómez Bravo. Leyendo la larga lista de hechos impresentables, traiciones, horas muertas y vergüenzas locales contados en ellos, uno se pregunta por qué nuestra ficción no ha utilizado a dichas realidades como material. Por el contrario, es como si escaparan de eso, como si le temieran.
Así, tanto en ellos como en las biografías de ídolos pop late un sustrato alegórico, un modo de narración novelesco más o menos oblicuo donde el biografiado se transforma en signo de los tiempos, en fábula o parábola de algo más trascendente que su propia vida. Basta leer “La última canción” –la biografía de Los Tres de Symms y Vera Land- o “Corazones rojos” –el de Freddy Stock sobre Los Prisioneros- para darse cuenta: la vida real deja de ser real para convertirse en simbólica y el mismo ejercicio de la biografía se convierte en una metáfora de los problemas de la escritura.
Stock, Symms y Land se golpearon en la cara con el objeto de su narración pero la sola presencia de aquellos moretones terminó por revelar las inconsistencias y entropías que respiran en el corazón de toda literatura. Dimas, Alvaro Henríquez, Jorge González o Cecilia dejan, como biografiados, de tener validez en tanto sujetos reales y se convierten en ficciones que alimentan nuestro imaginario local. Empatizamos con sus miserias, fracasos, éxitos, mezquindades. Sus historias logran un tránsito aún más implacable que la novela más bestial del autor nacional más maldito. Los convierten en carne de cañón de fans morbosos y muñecos vudú de los lectores. Hay tal vez ahí más riesgo que en los relatos de todos los escritores que pasaron por el taller de Donoso y que leen alternativamente a Henry James o a Kafka.
No sé si Luis Dimas ha leído a Kafka, por cierto, pero en el racconto de Benavides y Montecino canta y baila como una criatura literaria. Y su vida –que tiene ecos de Fitzgerald, Eloy Martínez, o McIrney- va más allá en esos aspectos en que una biografía puede superar a una novela. Uno se pregunta al final –y no se responde- si es que ahí –en lo despreciado, en la basura, en la farándula bizarra- no está el futuro de la narrativa chilena en vez de todas aquellas perfectas y preciosas novelas que se publican cada año, cada semana, a cada rato.